ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Una cosa es que la libertad de expresión sea en sí misma política, porque corresponde al ámbito de lo público y tiene efectos sobre él; otra es que en determinadas circunstancias sea utilizada por intereses políticos.
Esta libertad funciona como una garantía individual, y así está reconocida constitucionalmente, pero tiene un alcance social, pues implica el necesario intercambio de opiniones e informaciones.
Gracias a ella, toda persona debe poder manifestar sus ideas sin impedimentos de ningún tipo –en particular, sin interferencia del Estado–, así como participar en la vida colectiva y en el control democrático de la gestión pública por medio de la formación de una opinión social pluralista.
El principio básico que la asegura es la prohibición de la censura previa, de modo que no puede haber nada ni nadie que diga de qué está permitido hablar o no, por lo que aun lo que en cierto momento resulte indeseable tiene el derecho de ser conocido. Sin embargo, como pasa en realidad con todos los tipos de libertad, la de expresión no es una posibilidad irrestricta, dado que toda sociedad regula la preservación de su existencia.
En Bolivia, ya la Constitución Vitalicia promulgada por Simón Bolívar en 1825 establecía que “todos pueden comunicar sus pensamientos de palabra, o por escrito, y publicarlos por medio de la imprenta sin previa censura, pero bajo la responsabilidad que la Ley determina”. Ese mismo espíritu impregnó la Ley sobre la libertad de imprenta, sus abusos y penas, de 1826, norma que fue la base de la Ley de Imprenta de 1925 todavía vigente.
El primer artículo de esta última, aplicable hoy por analogía a todos los otros medios y recursos de difusión de ideas que no sean impresos, dice: “Todo hombre tiene el derecho de publicar sus pensamientos por la prensa, sin previa censura, salvo las restricciones establecidas por la presente ley”.
Y la Constitución de 2009 contempla el derecho “A expresar y difundir libremente pensamientos u opiniones por cualquier medio de comunicación”, a acceder y a comunicar informaciones libremente (Art. 21, incisos 5 y 6), además de que declara que “El Estado garantiza a las bolivianas y los bolivianos el derecho a la libertad de expresión, de opinión y de información, a la rectificación y la réplica, y el derecho a emitir libremente las ideas por cualquier medio de difusión, sin censura previa” (Art. 106, numeral II). También señala que las informaciones y opiniones difundidas deberán “respetar los principios de veracidad y responsabilidad”, mismos que serán ejercidos “mediante las normas de ética y de autorregulación de las organizaciones de periodistas y medios de comunicación y su ley” (Art. 107, numeral II).
Es claro, por tanto, que las normas nacionales prevén límites para la libertad de expresión. Son los “delitos de imprenta” marcados por la Ley de 1925, que pueden ser “contra la Constitución” (querer transformarla, destruirla o inducir a su inobservancia), “contra la sociedad” (comprometer la existencia o integridad nacional, incitar a conmocionar el orden público o a desobedecer leyes o autoridades, llamar a delinquir o publicar obscenidades) y “contra las personas” (injuriarlas). Estos delitos tienen que ser conocidos por los Jurados de Imprenta –salvo el tercer tipo que también puede ser llevado a tribunales ordinarios– y su sanción es pecuniaria. No hay delito sin publicación y la crítica de la función pública no es delito a menos que suponga injuria, difamación o calumnia.
Estas disposiciones son congruentes con las que rigen en el plano internacional. El derecho a la libertad de expresión surgió en Inglaterra a mediados del siglo XVII, su primera codificación normativa apareció en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, en Francia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos incluyó esta libertad en 1948 (Art. 19), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en 1966 (Art. 19) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1969 (Art. 13).
Según el Pacto, esta libertad implica "deberes y responsabilidades especiales" y está sujeta "a ciertas restricciones" relacionadas con el respeto de "los derechos o la reputación de otros" o con "la protección de la seguridad nacional o del orden público, o de la salud o la moral públicas" (Art. 19). La Convención ratifica la prohibición de la censura previa y agrega la noción de “responsabilidades ulteriores” del infractor, mismas que “deben estar expresamente fijadas por la ley” (Art. 13, inciso 2).
En ese marco, tanto la interpretación imprecisa del reciente decreto 4200 de reforzamiento de las medidas en contra del contagio y la propagación del coronavirus, que dispone que “Las personas que inciten el incumplimiento del presente Decreto Supremo o desinformen o generen incertidumbre a la población, serán sujeto de denuncia penal por la comisión de delitos contra la salud pública” (Art. 13, numeral II), como la desinformación sobre la pandemia y el período de cuarentena muestran que la libertad de expresión está siendo objeto de utilización.
Para controlar esta riesgosa situación, es indispensable que autoridades, activistas políticos, periodistas y ciudadanos en general se ajusten a la normativa nacional y a los respectivos estándares internacionales. Violentar la libertad de expresión es atentar contra un derecho de todos.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov