Ir al contenido principal
 

Opinión

Nicolás Castellanos Franco osa

26 de Febrero, 2025
Compartir en:

Ha muerto Nicolás Castellanos Franco osa (como él solía firmar), obispo emérito de Palencia, España, que en 1991 renunció a su investidura y llegó a Bolivia para continuar lo que, para él, caracterizaba a un auténtico cristiano: el servicio a los pobres. 

Los lectores podrán encontrar en distintas páginas web (ceb.bo, campanas.iglesiasantacruz.org, hombresnuevos.org, Wikipedia) información acerca de él, pero hoy queremos hacer un acercamiento a su vida y obra desde un ángulo más cercano y humano, alejado de las fechas y los hechos rígidos, al cual hemos accedido gracias a un colaborador muy cercano a él que, siguiendo sus pasos, ha pedido anonimato, y al cual contacté gracias a mi amigo, monseñor Sergio Gualberti, arzobispo emérito de Santa Cruz.

Cuando aún era obispo de Palencia, Nicolás había visitado Bolivia, asistiendo a retiros espirituales y eventos similares, y había quedado gratamente impresionado con la gente y el ambiente bolivianos. Cuando tomó la decisión de venir, no tenía un sitio definido para hacerlo y buscó algún lugar en el altiplano (Corocoro, Oruro), sin éxito. Cuando estaba a punto de irse a Paraguay, fue contactado por el entonces flamante arzobispo de Santa Cruz, Julio Terrazas, quien le invitó a trabajar en la arquidiócesis y, en particular en el Plan 3000. De ese modo, Nicolás Castellanos se estableció en ese barrio pobre.

Habitaba una vivienda muy precaria, con techo de motacú y paredes de madera. Fue una proeza conseguir que, muchos años después, aceptara aire acondicionado en su vivienda, porque él quería no solo vivir con los pobres, sino como ellos. No usaba báculo ni mitra, tan solo pectoral. Su forma de entender la realidad y el compromiso de un cristiano en el mundo le hacía preguntar: ¿Como le puedo hablar a un niño de Dios, si tiene hambre de pan?

Muestra indudable de honestidad, convicción y compromiso, no de pose fácil ni de impostura a la que tantos están acostumbrados.

Para ejecutar sus proyectos mandaba cartas a todo el mundo y consiguió ayuda de un empresario español, Carlos Laborde, con la cual edificó 25 escuelas y no iglesias, aunque, a pedido de la gente, contribuyó a la edificación de las iglesias de San Agustín y Santa Mónica. Sus proyectos eran -dicen- una rueda girando para adelante y de ese modo llegó a establecer la fundación “Hombres nuevos” (tal vez la más importante de sus obras) y puso en movimiento la primera escuela de teatro que se hizo en Santa Cruz, así como las orquestas misionales y, su gran sueño, una escuela de líderes. Fueron 33 años ininterrumpidos de hacer obras.

Tenía un carisma espectacular y su vida siempre mostró coherencia entre lo que predicaba y lo que vivía. Eso le llevó a pedir que, cuando llegase la muerte, no se entierre en una iglesia sino, como cualquier persona del pueblo, en un cementerio público, y en la tierra (“eso significa entierro”, decía).

De muy buen carácter era, sin embargo, muy estricto, consigo y con los demás. Le disgustaba el “no se puede” y, cuando lo escuchaba, decía “por lo menos intentémoslo” Le gustaba el majadito, la cerveza Paceña (“le mejor del mundo” para él) y detestaba la comida china. Hincha del Real Madrid y, en Santa Cruz, de Blooming. Sus dos canciones preferidas eran el Himno a la alegría y Gracias a la vida. 

Cuando se repasa la vida de monseñor Castellanos uno descubre que fue capaz de dejar las comodidades y los sitiales de preferencia para trabajar en lo que le apasionaba: el servicio a los pobres, porque era consciente de que las desigualdades existen y son fruto de la organización económica de los países y del mundo, y que no será el libre mercado el que, por arte de magia, solucione los problemas de los necesitados, de los despreciados de este mundo.

Le gustaba tener amigos, en una trilogía que, para él, era insustituible: Dios, los pobres y los amigos. Entendía perfectamente que no se puede amar a Dios solamente en los cultos, con la predicación desencarnada y vacía de práctica, en las procesiones o en los sacramentos. Hay que amar a Dios a través de los semejantes, de los que necesitan ayuda.

Fue fraile agustino (por eso lo de “osa” después de su nombre) y probablemente influenciado por la bellísima oración de san Agustín a la muerte (“La muerte no es el final”), escribió él un documento dedicado a la “Hermana muerte”, en cual se lee:

“Para mi la muerte es una cosa sencilla, normal, natural, esperada, que tiene que ocurrir. Es pasar de estar delante, por la fe, invisiblemente del Padre - Madre Dios, de mi amigo y compañero Jesús de Nazaret, y de mi defensor el Espíritu Santo, al encuentro bis a bis, cara a cara, personal, en los brazos del padre (…) 

“Siempre he querido agradar a todos. Pero no lo he conseguido. Pido perdón al que le haya hecho mal sin quererlo. 

“Así que me despido hasta luego y nos encontraremos en el Reino, donde ya no habrá desencuentros, que es lo que más me ha hecho sufrir. 

“Y como decía Teresa de Liseux, os mandaré rosas desde el cielo. Me gusta la metáfora. 

“Además, después de la muerte, es una dicha, cerca de Dios, encontrarme con tantos amigos que nos esperan. Así que entonces hasta luego, sin dramatizar, porque la muerte es lo más normal y natural. (…) 

“La muerte es una metáfora para despertar en los brazos de Dios. Solo Dios basta

Descanse en paz y goce de Dios, monseñor Castellanos.

El autor es abogado