“Ante la ley hay un guardián, un campesino se presenta frente a éste y solicita que le permita entrar en la ley. Pero el guardián contesta que no puede dejarlo entrar. El campesino no había previsto estas dificultades; la ley debía ser accesible siempre para todos piensa él; pero al fijarse en el guardián (…) decide que le conviene más esperar. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. (…) Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: y parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte (…). Finalmente, su vista se debilita y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse. Y pregunta: Todos se esfuerzan por llegar a la ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: —Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla” (Ante la ley, Franz Kafka).
Ese campesino del cuento en la vida real fue Marco Antonio Aramayo, quien estuvo por siete años con detención preventiva. Estuvo “ante la ley” esperando que se le haga justicia, que se le escuche y ahí esperó frente a la indiferencia del poderoso guardián que le ha negado la libertad. Como sacado del cuento de Kafka, el caso judicial de Marco Antonio contaba con 256 procesos, en distintos departamentos del territorio nacional. Cual si fuera el reo más peligroso, permaneció en 57 cárceles y carceletas de distintas regiones del país. Fue el único detenido del sonado caso de corrupción del Fondo Indígena (Fondioc).
En 2013 fue posesionado como Director Ejecutivo del Fondioc. Contaba con el apoyo del Pacto de Unidad. Luis Arce, entonces ministro de Economía, lo posesionó y en el acto hizo jurar a Aramayo “por los próceres y héroes que dieron la vida por la patria, por el pueblo boliviano y la igualdad de todos los seres humanos, para desempeñar las altas funciones en estricto cumplimiento a la CPE y a las leyes del Estado de Bolivia. Si así lo hiciera, que nuestros próceres de la liberación y la resistencia colonial y el pueblo boliviano le premien; en caso contrario, lo castiguen”. Y pese a que cumplió las leyes, denunció la corrupción en el Fondioc, alertó a las altas autoridades de lo que sucedía en dicha institución, fue castigado, y torturado judicialmente hasta su muerte.
Bajo la premisa de que era culpable por incumplimiento de deberes y acciones contrarias al Estado, fue detenido “preventivamente” durante siete años. Desde ese momento humillado y tratado como un delincuente al que lo trasladaban enmanillado de La Paz a Tarija, luego a Sucre, Potosí, para después ir hacia Pando.
Ante la ley Marco Antonio agonizó, porque detrás suyo estuvo todo el drama de su familia. Su padre murió en el tiempo en que él estuvo en la cárcel. Le pesó no asistir a los 15 años de su hija. Enfermó con Covid-19 y sobrellevó entre cuatro paredes la hipertensión y la diabetes de las que padecía.
Hizo frente a una justicia parcializada y podrida que acabó con su vida. Como en el cuento de Kafka, la justicia boliviana aparece como una sucesión de guardianes de aspecto temible, llena de obstáculos que en última instancia desprecian al individuo, a Marco, y ante los que él no pudo responder más que con la espera y la esperanza de que se le haga justicia. Pese a todo, se mantuvo incólume, íntegro, nunca se declaró culpable, pues con la frente en alto señalaba que demostraría que él no había robado nada. Tomó el camino más difícil, el de los principios, que le costó la vida.
En este caso, el guardián, además de violar el derecho a que Aramayo se defienda en libertad, no lo ha escuchado. Ahora que ya está muerto, nadie resarcirá semejante injusticia cometida, sufrida ante todo por los hijos y la familia que deja desamparados. Nadie hizo nada, ni la sociedad civil que tolera o se halla impotente ante una justicia nauseabunda y un guardián parcializado con el poder de turno. El caso de Marco Antonio saca a la luz la hediondez de un sistema judicial que vulnera hasta el derecho humano más preciado, el de la vida.
Gabriela Canedo Vásquez es socióloga y antropóloga