La apertura de un nuevo tiempo político en y para el país ha sido el resultado inesperado –imprevisto, mejor– de la inédita movilización ciudadana que tomó el espacio nacional y lo convirtió en lugar innegociable de interpelación del poder.
El pasado 20 de octubre los electores concurrieron a las urnas con la fe puesta en que todavía era posible, con ese acto, recuperar la soberanía popular que había sido desconocida por el ahora ex gobierno. Sin embargo, esa confianza quedó truncada esa misma noche cuando fue interrumpido el sistema de recuento de votos y se hizo caso omiso de los datos de la única empresa encuestadora formalmente autorizada que anunciaron una segunda vuelta electoral necesaria, mientras los representantes del entonces oficialismo aseguraban, sin sonrojarse, que vencerían con el porcentaje requerido y tendrían mayoría absoluta en las cámaras.
Y al día siguiente, el 21, comenzó la protesta social en las calles, misma que pronto se esparció por todo el país y se afianzó luego de que el tribunal electoral proclamara los “resultados oficiales” de los comicios que casualmente hacían realidad el “augurio” de los que gobernaban, datos que, por si fuera poco, fueron declarados “sagrados”. La gente sólo demandaba transparencia y respeto para su voto. La respuesta gubernamental fue asumir la propuesta opositora de que se aplique una auditoría al proceso electoral, aunque con restricciones (se aplicaría sólo a la jornada electoral, no al proceso) y con una cláusula de protección: las autoridades podían deshacer el convenio con la Organización de Estados Americanos cuando lo creyeran conveniente y sin tener que brindar explicaciones.
La sospecha de fraude se hizo general. La decisión de los ciudadanos se encontraba al borde de ser burlada, otra vez. Y entonces se sucedieron los cabildos multitudinarios, las masivas marchas de protesta y, en particular, los bloqueos de cientos de vías que poco a poco sitiaron el territorio con la tricolor nacional y la ayuda de pitas, maderas, llantas viejas y hasta contenedores de basura. Los que seguían en el gobierno actuaron como acostumbraban hacerlo, ignorando la realidad, con cero de autocrítica, llenos de soberbia y displicencia, hablando de que la oposición era mala perdedora y elucubrando con cada vez mayor desesperación la hipótesis –también fraudulenta– de que se gestaba un “golpe de Estado”.
Pero la altisonancia, las mentiras, las amenazas ni la represión oficialistas podían ya detener el reclamo colectivo de democracia que, ante la sordera y lo abyecto del gobierno, estructuró sus demandas en ascenso: la idea de la segunda vuelta fue abandonada porque ya no iba a resolver nada, así que se pasó al pedido de anulación de las elecciones y poco después al de la renuncia de los gobernantes. Éstos, aún en funciones, consiguieron sumar negativamente su ilegalidad acumulada con una ilegitimidad intensificada; el producto de eso no pudo sino ser autodestructivo.
En 21 días la aspiración democrática ciudadana, convertida en grito común de las calles y en resistencia indomable de las esquinas y plazas, hizo posible la acelerada constitución de las generaciones jóvenes en actores políticos determinantes. Las nuevas masas insurgieron entonces, con liderazgos que habían estado dormidos y con una comprensión lúcida y fresca de la circunstancia histórica que les correspondió vivir.
Esas jornadas por la democracia fueron la escuela politizadora que muchos jamás habían tenido. Este profundo engarce de la juventud con los valores y la institucionalidad democrática es equiparable al que René Zavaleta Mercado denominó el movimiento de las masas en noviembre, cuando ese mes, en 1979, la población campesina altiplánica, bajo la conducción obrera, se alzó contra la dictadura. Cuarenta años después, otra vez en noviembre, el “auge de la multitud” (Zavaleta) hace historia, incorpora a nuevas masas en los acontecimientos definitorios del devenir nacional y quiebra las bases del aletargamiento a que el país había sido llevado.
Como manifestó Zavaleta en su análisis de la lucha antiautoritaria de fines de los setenta, hoy en Bolivia “hay una nueva multitud”. La supremacía inconclusa de la ficción orgánica con que aparecía el llamado Movimiento al Socialismo mostró sus verdaderos límites frente a la acción pacífica pero firme de estas nuevas masas.
La arquitectura del poder que detentaba el grupo gobernante se desmoronó el rato en que su jefe, como última tabla de salvación (y por haber “escuchado a la Central Obrera Bolivia”, según atinó a decir, aunque lo cierto es que tal sindicato jamás había hablado y no representaba en absoluto a la ciudadanía que sí era la que clamaba en todo el territorio), expresó su “decisión” de convocar a otras elecciones justo cuando ya no tenía autoridad para decidir nada.
Así, la tarde del último 10 de noviembre el tótem del “proceso de cambio” erigido sobre el vacío puso en evidencia sus pies de barro y la ineficacia final de su retórica. Contribuyeron a ese colofón, sin duda alguna, el motín policial, los pedidos de la federación de cooperativistas mineros y de la Central Obrera Boliviana –que ahí sí habló– para que dejen el gobierno los protagonistas del fraude, denunciado ya por la OEA y corroborado por otras fuentes técnicas, así como la sugerencia militar hecha en ese mismo sentido como cierre. Luego vinieron el dramático espectáculo de la renuncia, el precipitado desbande de los acólitos de oportunidad y las órdenes angustiadas (“volveremos y seremos millones…”) para que los más enceguecidos y financiados desaten la violencia bárbara en pos de retener, sobre la sangre de no importara quién, alguna pizca del poder perdido.
Tres veintiunos llevaron a la ruina el esquema que traicionó sus orígenes: el del referendo que en febrero de 2016 dijo No a la pretensión de la reelección indefinida, el del inicio de la movilización ciudadana en octubre reciente y el de los días que duró esta demostración colectiva nacional que culminó como nadie había pensado.
Ahora corresponde reconstruir la democracia que se encontraba en estado de suspensión, sin improvisaciones y lejos de toda perversión autoritaria. Las nuevas masas de noviembre deberán permanecer activas.