ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Todo indica, hasta el momento, que si algo va a dejar el gobierno de Evo Morales en su paso por la historia política boliviana será su porfiada y perversa contribución al desmantelamiento de la vida democrática en el país.
Gracias a ello, Bolivia vive hoy la etapa cruel en que su democracia, llevada a una extrema instrumentalización oportunista, se devora a sí misma.
Pero, ¿cómo se ha llegado a esta dramática situación de retroceso democrático que aún no parece ser suficientemente comprendida por la ciudadanía, futura víctima colectiva de este desastre?
Los hechos muestran que se trató de una fabricación progresiva. Todo empezó con el masivo y esperanzado apoyo que dieron los votantes en diciembre de 2005 a una opción que, sin proyecto ni líder alguno, concentró en las urnas el repudio colectivo a la previa oligarquización corrupta del poder. A casi 14 años de aquello y tras muchas maniobras en el camino, esa posibilidad de cambio quedó convertida en una vulgar variante, aunque superlativa y “mejorada”, de lo que el pueblo había rechazado.
La vieja teoría griega de la anaciclosis, que describe el ciclo de degeneración de los regímenes políticos, está en vías de ser confirmada en Bolivia porque la democracia, ya en su forma negativa de oclocracia (gobierno viciado), está siendo conducida al despeñadero del autoritarismo, esto es, de la concentración arbitraria del poder y su mantención a toda costa con la supresión de cualquier oposición. Y todo eso en nombre de la propia democracia.
Esa dictadura que actualmente se encuentra en fase intensiva de formación es distinta a las que sufrió Bolivia entre 1964 y 1982 cuando menos en estos aspectos:
- No es militar, pero tiene supeditados a los mandos militares.
- No se presenta como una interrupción externa y abrupta de la democracia, sino como su disolución paulatina, desde dentro.
- No se funda (aún) en la violencia directa; más bien hace uso de la manipulación legal, el doble discurso, la conminatoria, la persecución jurídica y la represión policíaca.
- No desactiva las organizaciones sociales, sino que las mantiene cooptadas o divididas y amenazadas.
- No aparece como “anticomunista”, sino que asume una faz “socialista”, “antiimperialista” y hasta “indígena”.
En todo caso, lo que sí tiene en común con esas funestas experiencias del pasado, aparte de conculcar la democracia y desconocer la Constitución Política del Estado y la soberanía popular, es que se autoconsidera una “revolución”, representa solamente intereses de grupo, carece de legitimidad y niega de manera radical que se trate de una dictadura.
La sumatoria de acciones gubernamentales destinadas a consolidar este esquema autoritario desembocó en la anulación práctica de los resultados del referendo que se opuso a la requete-re-elección de Morales y en la consiguiente modificación de facto del texto constitucional, hechos que a su vez confirmaron el sometimiento de todos los órganos de poder a la voluntad de los que controlan el Ejecutivo.
Bajo tales condiciones es ingenuo creer que las ilegítimas e ilegales elecciones generales previstas para octubre próximo vayan a producir unos resultados y un gobierno legítimos y legales. No se debe olvidar que el solo voto no hace la democracia y ha de tenerse en cuenta que el maquiavélico diseño oficialista no contempla ninguna posibilidad de derrota, aunque las ánforas fueran a decir lo contrario.
Por si fuera poco, de manera premeditada, tramposa y alevosa, el despotismo en proceso está empeñado en mostrarse como “fase superior de la democracia”.
Sin embargo, esta ruta involutiva marca ya, desde el 21 de febrero de 2016, día en que Morales se entregó definitivamente a la embriaguez del poder con sus amigos de conveniencia, el comienzo de una inevitable transición. Es tiempo ahora de imaginar el “después” de la dictadura.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.