ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
El proceso electoral que se tiene pendiente tras la anulación de los comicios nacionales de octubre de 2019 por fraude trae a Bolivia una manifestación reforzada de la “política a distancia”, la tele-política (del griego tele = “a distancia”), que será potenciada esta vez por la separación que implican las redes digitales y la actual pandemia.
Este fenómeno se conoció ya en la década de 1980 gracias a la intensificación del uso de los medios de difusión masiva, en particular de la TV, por parte de candidatos y gobernantes en los cinco continentes. Desde entonces, el marketing electoral, el marketing político y la campaña permanente sólo han ido en consolidación.
La forma actual de la propaganda política, heredera de la bélica, surgió a mediados del siglo XX. Antes, lo común era recurrir a panfletos, carteles, notas en prensa, emisiones de radio y hasta al cine para distribuir ideas o promocionar a sus líderes, pero el peso mayor del accionar político radicaba en el contacto directo, traducido en el apretón de manos y la concentración de masas.
Recién en 1952 empresas de publicidad en los Estados Unidos de Norteamérica asumieron la tarea de organizar los discursos y presentaciones de las candidaturas, diseñar los primeros spots de TV y cuñas radiofónicas y perfilar su estructuración estratégica para persuadir a los votantes “a distancia” para ganar una elección. Los memorables debates televisados entre John Kennedy y Richard Nixon completaron esta modalidad en 1960.
En Bolivia, el ingreso oficial del marketing electoral ocurrió en 1985 con las campañas del amenazador anuncio “Banzer vuelve”, de la Acción Democrática Nacionalista, y la no menos preocupante promesa “Para que el cambio sea total”, del Movimiento Nacionalista Revolucionario.
A partir de entonces, salvo el rechazo a la propaganda mediática de Evo Morales en las elecciones nacionales de 2002 (por carencia de fondos) y el marcado retorno a la política de contacto directo que hubo en las municipales de 2004, todos los procesos comiciales en el país se caracterizaron por un profuso y millonario despliegue de recursos comunicacionales planificados. Contradictoriamente, Morales tuvo más tarde los gastos más dispendiosos de la historia en propaganda, no sólo electoral, sino de campaña permanente, al destinar un promedio de 100 millones de dólares anuales del erario nacional para tal cometido.
Por su parte, los principales medios masivos –sobre todo los televisivos–, además de captar significativos ingresos por esas circunstancias, desde finales de los años noventa siguieron una trayectoria que les llevó de narrar la política a ser su escenario, para luego pasar a protagonistas de hechos políticos, proveedores de actores políticos y, al final, a víctimas del poder político. Esta última condición empezó a cambiar cuando algunas redes privadas de TV rompieron su silencio al transmitir en directo los cabildos ciudadanos de rechazo al fraude electoral en 2019.
Así, para 2020 se tiene una larga experiencia de tele-política, que desplazó la política de la “plaza pública” a la “platea”, la convirtió en “espectáculo”, vació sus contenidos programáticos, sustituyó a los viejos líderes y estadistas por “personajes producidos”, como también redujo a la ciudadanía a “consumidora”.
Para el politólogo Giovanni Sartori, en sentido amplio, esto es efecto de que el homo sapiens, racional y de la palabra, se transformó en homo videns, de la sensación y la imagen. Y para Al Gore, político estadounidense y experto en Comunicación, las emociones forman hoy la opinión pública –la de los votantes, por ende– y la ciudadanía bien informada no hace más la democracia porque la TV “atacó a la razón” y la venció.
A ello se agregan las consecuencias de la casi omnipresencia que posee el dispositivo canalizador de imágenes, la pantalla, que en criterio del comunicólogo Humberto Marcos impulsa la desaparición de las fronteras entre lo real y lo imaginario, la ilusión de un “nosotros vacío” en el espacio público y un ansia de los individuos por “ver” y “ser visibles”. Y ese mundo de pantallas, donde la gente vídeo-vive (Sartori), obviamente trastorna la naturaleza misma de la política, sus modos de realización y la participación ciudadana.
La telemática, la telefonía celular, la TV satelital, la “Galaxia Internet” y el boom de las redes sociales virtuales acrecentaron tal reinado de la imagen y el ecran: hay pantallas en las calles, los domicilios, el trabajo, la educación, el transporte, el entretenimiento, el comercio, el gobierno, etc., y los “nativos digitales” parecen venir con una pegada al cuerpo. Las pantallas subyugaron a la gente.
Estos nuevos medios complejizan la tele-política y compiten con los tradicionales (prensa, radio y TV), pero también los complementan. La pandemia ha forzado interacciones entre ambos y es evidente que los viejos medios llevan las de triunfar en materia informativa. No sólo que los contenidos de las redes sociales digitales son poco confiables, fragmentarios, fugaces y trivializados, sino que para merecer la atención ciudadana formal deben ser recuperados, procesados y difundidos por algún medio convencional.
Ahí radica un nuevo gran poder potencial para los periódicos y las emisoras de radio y TV, que en la nueva “política a distancia” debieran rescatar su protagonismo y peculiaridad profesionales.
El proceso electoral de 2020 será, pues, un laboratorio interesante en esta materia, ya que transcurrirá sobre todo en los mass-media y las redes digitales, con el “distanciamiento físico y social” como plus.
Por eso, los medios noticiosos pueden ser fundamentales en esta etapa. Sería funesto que las opciones de los tele-ciudadanos, inundados por memes, clips y fake news, fueran apenas una política distante y dar clic o no hacerlo.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov