ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Una de las consecuencias aún poco examinadas del desenlace que tuvo la crisis política de finales del año pasado ha sido el inicio de la descontaminación propagandística del ambiente nacional.
Por más de una década, y con un gasto anual promedio que llegó a bordear los 100 millones de dólares, el gobierno anterior tuvo uno de sus ejes en la fabricación y sostenimiento de una imagen magnificada (no magnificente) de su representante principal, que apareció en todos los escenarios posibles.
Además de altamente costosa, esa tarea encomendada a privilegiados productores locales y del extranjero, así como muy beneficiosa para un grupo de medios masivos, desembocó en una sobresaturación que pervirtió el clima político del país y anuló el sentido democrático en el accionar interno y externo del régimen que pretendió consumarse como poder interminable.
Afiches, gigantografías, plaquetas, bustos, spots televisivos, estampillas, películas, documentales, libros, una “autobiografía”, cuñas radiofónicas, banderas, poleras, gorras, cientos de discursos publicados y retransmitidos, pasacalles, retratos colgados en dependencias públicas, muñecos inflables, separatas periodísticas, transmisiones televisivas y radiofónicas en cadena, encuentros con famosos para tomarse fotos, intervenciones preparadas en eventos deportivos y fiestas populares, innumerables viajes y visitas, alguna radionovela, libros escolares, entrevistas pactadas, cartillas para colorear, conferencias de prensa a gusto, viajes con periodistas invitados, mensajes bilingües en Twitter, retratos impresos en uniformes de funcionarios, materiales de escritorio, laptops, vehículos del gobierno, productos subsidiados, tarjetas del teleférico o refrigerios de la línea aérea estatal y hasta un himno e inclusive un museo formaron parte de ese descomunal empeño de invención y endiosamiento financiado con dinero público.
Asimismo, para el cumplimiento de los propósitos propagandísticos trazados por el ex oficialismo, con el Ministerio de Comunicación fueron potenciados los medios gubernamentales existentes (TV, radio y agencia informativa), creados otros (impresos, radiofónicos, televisivos y electrónicos), aparte de comprados algunos que eran incómodos (en prensa y TV) y sometidos bastantes más –productores independientes también– a una lógica de premio-castigo en la asignación de pagos por difusión de propaganda.
De haber sido ajeno al uso del marketing electoral y de haber rechazado en una oportunidad la subvención del Estado para proselitismo (municipales de 2004), el personaje político central de los últimos 14 años, ya en el gobierno, pasó desde 2006 a ocupar el primer sitial entre aquellos que, a partir de 1985, se rindieron en Bolivia a los encantos de las estrategias comunicacionales y la “campaña permanente”, pues batió todos los récords en la materia (en volumen de gastos, cantidad de medios y espacios involucrados o número y frecuencia de mensajes).
La omnipresencia del sujeto así producido fue haciéndose insufrible y casi resultó equiparable a la del Gran Hermano (Big Brother) que el escritor británico Eric Arthur Blair –George Orwell– describió en su célebre novela “1984”, mordaz crítica de los totalitarismos fascista y comunista en la primera mitad del siglo XX.
Ese Gran Hermano, personaje inventado por un partido único autoritario (autoconsiderado “socialista”), fungía como gobernante y controlaba todos los ámbitos del poder y de la sociedad, incluidos los de la vida privada. Ese caudillo jamás se equivocaba, aunque se tuviera que reescribir la historia para demostrarlo; veía, oía y hablaba en todas partes, reacomodaba a sus “amigos” y “enemigos” a conveniencia, digitaba a sus propios “opositores”, adoctrinaba permanentemente a la población e infundía miedo. Dos de sus instrumentos fundamentales eran el “Ministerio de la Verdad” y la “Policía del Pensamiento”. Sus objetivos eran la apropiación y el usufructo perpetuos del poder.
“El Big Jilata”, remedo del déspota orwelliano a la boliviana, fue forjado de a poco, aunque con mucho, y en su auge anunció el establecimiento de un régimen que duraría 500 años. Trató a sus conocidos primero como “jefes” o “jefazos”, empleó luego la terminología sindical local de “compañeros” y uno de sus calculadores asesores le indujo después a que les dijera “hermanos” (jilatanaka), pues sonaba más étnico e igualitario.
El apelativo trilingüe que acá se le asigna es explicable por su uso habitual del castellano, del inglés en los inicios de su cuenta de Twitter y de vocablos aymaras en algunas circunstancias que lo requirieron.
De todas formas, a diferencia del Big Brother, el “Jilata” no consiguió encajar la realidad en su egolatría ni en la esquemática pero pragmática visión de la historia que le definió su entorno. “Si quieren sacarme, me sacarán muerto del Palacio”, había afirmado en diciembre de 2007. Casi 12 años más tarde, agotado su proyecto, no halló mejor opción que la fuga. Y, entonces, la atmósfera nacional empezó a desintoxicarse.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov