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Hace casi dos semanas, al inaugurar el ciclo escolar 2025, el presidente Luis Arce enfatizó que la mejora de la calidad educativa depende de una mayor exigencia hacia los estudiantes, especialmente en los niveles básicos. Según sus palabras, "Si no exigimos en los niveles básicos y secundarios, no podremos exigir en las universidades". Este mensaje refleja una verdad evidente sobre las deficiencias del sistema educativo, pero también pone de manifiesto un reconocimiento implícito: el sistema está fallando. Sin embargo, este diagnóstico llega tarde, cuando ya se han completado 12 años de educación que, en muchos casos, no han preparado adecuadamente a los estudiantes para enfrentar los retos del mundo actual.
Ya en 1828, el libertador y presidente de la República, Antonio José de Sucre, expresaba su preocupación por la limitada capacidad administrativa de los funcionarios del gobierno, lo que reflejaba los problemas de calidad en la educación de Bolivia. Posteriormente, en 1843, el presidente José Ballivián denunció la vastísima ignorancia y la falta de acceso a la educación en la población, advirtiendo que, si la situación no se corregía, el país corría el riesgo de caer en un deterioro moral que inevitablemente precede a la ruina de las naciones.
A lo largo de la historia, intelectuales como Franz Tamayo, en su obra Creación de la Pedagogía Nacional (1910), señalaron las raíces profundas de la mala calidad educativa. Tamayo destacaba que muchos docentes carecían de la preparación adecuada y la vocación necesaria para enseñar. Según él, la falta de compromiso de los maestros representaba un obstáculo para el progreso de la educación. Esta mediocridad persistió, y hoy, más de un siglo después, continúa afectando el pensamiento crítico y la creatividad de los estudiantes.
A pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años para mejorar la formación docente, la situación sigue siendo preocupante. Los programas de capacitación implementados no han logrado que una proporción significativa de maestros adquieran la preparación pedagógica necesaria. A la rapidez con que evoluciona el mundo de la educación, se suma la falta de formación continua, lo que impide a los docentes actualizarse y adoptar nuevas metodologías. Además, la escasa remuneración y las malas condiciones laborales agravan aún más el panorama.
La infraestructura escolar también es un obstáculo crucial para la educación en Bolivia, especialmente en zonas rurales y periurbanas, donde muchas escuelas carecen de aulas adecuadas. Esto dificulta la concentración de los estudiantes y, por ende, su rendimiento académico. Además, limita la integración de nuevas tecnologías, esenciales para una educación de calidad en el siglo XXI. Esta deficiencia refleja una falta de inversión estatal y una planificación insuficiente para satisfacer las necesidades de las comunidades más vulnerables.
Otro problema fundamental es el currículo educativo. Aunque se han realizado algunas reformas, el sistema sigue centrado en un enfoque tradicional que privilegia la memorización y el aprendizaje pasivo, sin fomentar habilidades clave como el pensamiento crítico, el uso de tecnologías digitales o el dominio de idiomas extranjeros. Los estudiantes egresan, en gran medida, mal preparados para un mercado laboral que exige habilidades específicas, limitando sus oportunidades en un mundo globalizado.
Las consecuencias de esta crisis educativa son profundas. La mala calidad educativa perpetúa la pobreza y la desigualdad. Muchos jóvenes, sin una formación adecuada, se ven forzados a aceptar empleos precarios o a emigrar en busca de mejores oportunidades. Este fenómeno contribuye a la fuga de cerebros y empobrece el capital humano del país. Además, la falta de formación técnica y científica limita las posibilidades de desarrollo en sectores clave como la tecnología, la investigación y la industria, lo que impide la creación de una economía competitiva y diversificada. La mala calidad educativa también debilita la democracia, ya que una ciudadanía mal informada es más susceptible a la manipulación y menos capaz de participar activamente en la toma de decisiones.
Para superar esta crisis, Bolivia debe implementar reformas estructurales en su sistema educativo. El primer paso debe ser aumentar de manera significativa la inversión en educación. Esto implica no solo destinar más recursos a la construcción de infraestructura escolar, sino también a la capacitación de los docentes, la mejora salarial y la compra de materiales educativos. Es esencial que estos recursos lleguen efectivamente a las zonas más necesitadas. Paralelamente, se debe actualizar el currículo educativo, incorporando habilidades imprescindibles para el siglo XXI, como el uso de tecnologías digitales, el pensamiento crítico y el bilingüismo.
Además, es fundamental revalorizar la carrera docente. Los maestros son la pieza clave para el cambio educativo, y su trabajo debe ser reconocido y remunerado acorde a la responsabilidad que conlleva. Mejorar sus condiciones laborales, ofrecer incentivos salariales y promover programas de formación continua es esencial para que puedan enfrentar los desafíos del sistema educativo actual. También es importante fomentar la participación activa de la comunidad educativa en la toma de decisiones y en el seguimiento de las políticas públicas.
A pesar de las promesas y diagnósticos recientes, la crisis educativa en Bolivia no muestra señales claras de solución. La falta de inversión sostenida y la incapacidad del sistema para adaptarse a los desafíos del siglo XXI persisten como los mayores obstáculos. La educación sigue siendo una deuda pendiente que se arrastra desde hace siglos y, si no se toman decisiones urgentes y profundas, el país continuará siendo prisionero de una formación obsoleta que condena a las futuras generaciones a empleos precarios. Si nada cambia, el futuro de los jóvenes bolivianos será tan incierto como el presente que vivimos hoy.
El autor es analista e Investigador socioeconómico