“Entendí porqué la tutuma y el amarillo y ancestral licor (la chicha) me llamaban con fuerza, como un imán, para que narre su historia” señala Gustavo Rodríguez Ostria en una entrevista. Aludiendo a que su abuela paterna, una mujer de pollera y gruesas trenzas, había tenido una chichería en la plazuela Barba de Padilla, por tanto llevaba en los genes estudiar la importancia de la chicha.
Conocido coloquialmente también como “Keynes”, fue nuestro docente de historia en la Carrera de Sociología. Uno de los profesores más brillantes y prolíficos que tuvimos la suerte de escuchar aún en las aulas de la San Simón. Desde la historia, batalló por darle un lugar a la chicha en la identidad regional y de revalorizar a sus productoras y vendedoras. Nos contaba que en el siglo XIX era una bebida de todas las clases sociales, y que con la llegada de la modernización pasó a ser propia de los indígenas y mestizos. Calificada de “inmundo brebaje, insano y peligroso”, fue expurgada. El Consejo Municipal se encargó de perseguir a las chicherías y expulsarlas del centro urbano hacia los extramuros. Siendo que la chicha tuvo un papel crucial en la dinamización de la economía y el desarrollo regional del departamento.
En su libro Socavones y sindicatos se adentró en la construcción de la clase obrera. Estudió a los campesinos, a los mineros, a las mujeres de la Coronilla. Como él sostuvo, no le interesaba hacer la historia de las élites, o de los personajes épicos como Bolívar, Sucre, sino la historia de los trabajadores, empleados, colonos, mineros, aquellos que no entraban en la historia oficial, o como Eric Wolf llamaría “la gente sin historia”.
Con el nuevo siglo se entusiasmó por el pasado de la organización armada de la década de los 60 y 70 en Bolivia, que “formó parte del tejido de la historia”. Nos dejó una exquisita trilogía: Sin tiempo para las palabras. Teoponte la otra guerrilla guevarista en Bolivia; Tamara, Laura Tania. Un misterio en la guerrilla del Che y de pronta publicación Con las armas. El Che, Tania y Bolivia.
A partir de su curiosidad de lo que existía cruzando el cerro y entrando al trópico Cochabambino, se interesó por lo que había pasado con el proceso de colonización, en el Chapare, Yapacaní, Chimoré hasta los años 70. De esta manera nace el libro Yuracarés. De la evangelización a la colonización.
Gustavo, sostenía que la memoria no basta para hacer historia, sino que el trabajo de pesquisa necesita de la revisión de documentos y archivos. Su inquietud partía de entender que la historia es la clave de la configuración del presente. “Para entender el mundo que está aconteciendo ahora, con cierto temor y pavor hay que mirar el pasado. Ahí se encuentra las claves de nuestra historia, economía, política”. La historia tiene que ser útil para otros, tal como la experimentó en la búsqueda de los hechos sobre guerrilleros desaparecidos. Uno va al pasado a buscar cosas que necesita en el presente. Para nada concibió a la historia como una anécdota del pasado. Eso no le interesaba.
Para él era vital que “la historia sea capaz de entender a las personas en el marco de las ideas, principios, hábitos, deseos, anhelos, ensueños y desesperanzas que tenían y con las cuales vivían”. Es así que, la única manera de atravesar el tiempo, era a partir de un dato, nombre, lugar, acontecimiento. “Debemos a los que nos precedieron una parte de lo que somos”, sostuvo, y de ahí su compromiso y pasión por la historia. A través de las narraciones que nos dejó Gustavo Rodríguez Ostria “conspiró contra el silencio”, como creía que era su obligación.
Gabriela Canedo Vásquez es socióloga y antropóloga.