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Opinión

Filipo y la vida como pasión

3 de Junio, 2022
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GABRIELA CANEDO

“Filemón, con el corazón a la izquierda”, “La importancia de llamarse Filipo”, “El vendaval Filipo”, “El entierro del último héroe”, “El líder renacido, una marcha por la vida de Filemón”, “Adiós proletariado ilustrado”, “Filemón Escóbar en la Historia”, “Filemón Escóbar, ¡presente!” “Filemón” o simplemente “Filipo” son los artículos escritos por amigos y amigas de Filemón Escóbar, que entre muchos otros se despidieron a través de palabras, narrando y destacando aspectos valiosos de él. En definitiva, retrataron muy bien el papel que jugó Filemón Escóbar en la historia de nuestro país.

Cinco largos años ya han pasado desde su partida. En casa, que fue su lugar más amoroso e importante, lo recordamos a menudo. En las charlas familiares siempre vienen al relato sus anécdotas, sus ocurrencias cotidianas, sus enseñanzas y emerge como ejemplo referente para sus nietos “el papá abu, una vez dijo…”, “el papá abu en esa ocasión hizo…”. Si algo hay que puede pasar de generación en generación en su familia es la transmisión y admiración de su entereza, la coherencia de sus acciones que, sin traicionar por sobre todo a sus convicciones y sus ideales, las llevó adelante.

Cuando una escribe y pretende retratarlo surge la indecisión: ¿cómo recordarlo?, ¿incursionar por la faceta de político, de dirigente, de papá? Y lo cierto es que por donde quiera abordarlo, como es propio de las personas íntegras, sin dobleces ni imposturas, todas las facetas de su vida convergen en destacar su esencia, la rectitud y honestidad en todo lo que hacía. 

A Filipo le tocó vivir una vida intensa sin duda, clásica de los personajes que perduran en la historia y que brillan precisamente por las vicisitudes que la vida les presenta. Entre los periplos por los que pasó, le tocó vivir su infancia en el orfanato Méndez Arcos; y luego, jovencito, salir rumbo a las minas a trabajar en interior mina y abrevar de dirigentes mineros de la talla de Federico Escóbar, Isacc Camacho y Juan Lechín Oquendo. Es así que se desempeñó como dirigente minero y, junto a Simón Reyes, fue protagonista de la Marcha por la Vida. Posteriormente, por las transformaciones que se dieron en el país, traslada su apuesta a los sindicatos cocaleros del Chapare, realizando un trabajo hormiga, dando cursos de formación política sindicato por sindicato. En toda esta travesía, afrontó momentos de dictadura, exilios, cárcel, torturas, épocas de clandestinidad, situaciones en los que la persona se halla entre la vida y la muerte, con la vida pendiendo de un hilo, tal como relata en su libro autobiográfico De la Revolución al Pachakuti. 

La política era su pasión, de lo contrario no se puede entender su rol en las minas, en el Chapare, en el parlamento, en las marchas, en las calles. “(…) Siempre tuvo pasión por todo lo que expresaba. Y la pasión es un lujo que pocos hombres tienen”, señaló Lupe Cajías en el homenaje que le rindió. O como lo definió Juan Claudio Lechín “Es loco pero extremadamente apasionado por una obsesiva consecuencia con lo que cree”.

Una de las características de Filipo era que sin tibiezas ni pelos en la lengua decía lo que pensaba y era consecuente con lo que creía y predicaba. Desde abajo como un simple minero de interior mina, o desde la dirigencia obrera, la diputación o senaturía, con el cable a tierra, sin dejarse seducir por el poder, siempre fue el mismo. Considero que ahí radica una de las claves para no haberse doblegado ante nadie, ser coherente y perseverante consigo mismo, aunque esto cueste la marginación. La referencia moral, ética y su consecuencia eran inquebrantables e innegociables. Partidario convencido de la complementariedad de opuestos, apostaba por “el aprendizaje del respeto recíproco entre blancos e indianos” como señala en su libro De la Revolución al Pachakuti; por tanto, no fue adepto de la confrontación ni de la oposición irreconciliable, que no permite construir algo en común. 

De esta tierra, se nos fue Filipo, en la casa a nosotros se nos fue papá, “el flaquito” o “el Papá Abu”, como lo llamaban sus nietos. Un 6 de junio de 2017 a las nueve de la noche se fue apagando sin sufrimientos, como tenía que ser su viaje con la parca, en paz. Se fue en cuerpo y en nosotros se quedó no sólo su recuerdo, sino su energía, su ajayu. Se dice que no es azar que nos topemos con determinadas personas en nuestra vida, de tal modo que quienes conocimos a ese “vendaval” o tuvimos la fortuna de haber vivido con él debemos alegrarnos del privilegio de la existencia de un ser humano apasionado por la vida, lleno de vitalidad, solidaridad, ética, compromiso y fortaleza.

Como dice el poema de Maya Angelou: “Cuando las grandes almas mueren (…) nuestros sentidos, restaurados, nunca los mismos otra vez, nos susurran, existieron, ellos existieron, podemos ser. Ser y ser mejores. Porque ellos existieron”.

Gabriela Canedo Vásquez es socióloga y antropóloga

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