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Opinión

EL ROL POLÍTICO DE LA UNIVERSIDAD

13 de Diciembre, 2013
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GONZALO ROJAS ORTUSTE

En este texto daremos prioridad a lo programático antes que al diagnóstico para centrarnos en el horizonte posible de la universidad pública. Algo, sin embargo, hay que decir de lo primero para que desde lo que está en curso puedan afianzarse los espacios preservados de la mediocridad y corregir y reformar aquello que le impide una proyección como la que explicitamos luego.

Lo primero es concordar en que es disímil el panorama no solo entre las distintas universidades, sino en el interior mismo de cada una y aun dentro de una misma facultad en referencia a la calidad de la formación allí impartida, sus docentes y estudiantes. También es claro que el sector de los administrativos tiene un poder vinculado a la ejecución presupuestaria desproporcionado a su rol específico, de facilitador. Si bien no son parte del “cogobierno” (docente-estudiantil), en la medida que disponen de la llave de los recursos monetarios, manejan éstos con procedimientos ya caducos para el tamaño de las universidades y no tiene las actualizaciones que por ejemplo son materia conocida en la carrera de administración, donde el paradigma burocrático podría ser presentado como antecedente muy lejano del gerencial. No ocurre en cada centro, pero es claro que, en algunos, los dirigentes estudiantiles disponen de recursos y poder más allá de lo vinculado a un diseño de equilibrios y controles cruzados. Finalmente, en ciertas carreras y facultades hay grupos de profesores que forman camarillas con objetivos ajenos al desarrollo académico.

En el ámbito de las fortalezas relativas existen carreras con profesores y profesoras de importante trayectoria, que han hecho de la educación superior su vocación de vida y consiguieron establecer estándares que apuntan a la excelencia y competitividad académica. Usualmente son carreras y centros de investigación con relativo poco alumnado y también reducido número de docentes e investigadores, donde existe comunidad académica que actúa como tal.

Y ahora algo de lo que puede ser y es coherente con el pasado, incluso no muy lejano, donde el papel de la universidad (la única existente entonces, la pública) era relevante en el debate político. Ayer como ahora, el saber y la inteligencia en específico contexto son útiles y orientadores. Y aquí es que la autonomía universitaria es imprescindible, en su ámbito específicamente intelectual y moral. La actual Constitución, como las anteriores (desde la de 1938) la describe en términos financieros y materiales, que sin duda es requisito, pero para que pueda ejercerse la otra, la de libertad de pensamiento sin más cortapisas que la responsabilidad de sus protagonistas. Se ejercita, además, en un contexto de amplio pluralismo, que, sin embargo, no se trata de “cualquier cosa tiene igual (ningún) valor”, sino que contrasta unas afirmaciones con otras obligando a que los argumentos pesen y sobresalgan, lo que desarrolla en el conjunto involucrado una capacidad de juicio necesariamente valorativo, por eso decíamos “moral”.

Esa responsabilidad demanda perspectivas de mayor aliento, el largo plazo, a despecho del inmediatismo político-partidario. No tanto como correctivo, y menos sustitución de ese ámbito, cuanto como persuasivo señuelo que interpela a la sociedad civil (de la que es parte) mientras que no desatiende su colaboración al Estado, en tanto expresa un bien público, pero no se confunde con él. Como resultado de nuestra intensa vida política pugnaz, esas perspectivas de más amplio arco de tiempo quedan mayormente minimizadas y sabemos que nada importante se construye en un instante.

Es verdad que vivimos una época de cambios que comparada con otros periodos pueden calificarse de vertiginosos. Pero sería iluso pensar que todos son deseables y edificantes. Por ello, la idea de continuidad (asociada a la memoria) y apertura (especialmente ante la refundación permanente del poder político), son, de nuevo, demandadas con el equilibrio que resulta de la comprensión de fenómenos en curso, de suyo complejos. Precisamente lo de apertura requiere de investigación, de producción de nuevo conocimiento, pero en función de marcos más generales y una compresión lúcida de los contextos de nuestra sociedad y del mundo. Por ello resulta miope, por ejemplo, eliminar expresamente de recursos frescos (como el IDH) a centros de investigación “que no dependen de alguna facultad” cuando precisamente su creación responde a la necesidad de responder multidisciplinariamente a fenómenos complejos, digamos el desarrollo nacional.

Concluimos con dos o tres temas en los que el trabajo universitario y su proyección política puede hacer la diferencia:

El tratamiento de la interculturalidad, hacia adentro, la propia sociedad boliviana en su pluralidad cultural, no como moda, sino como dato estructural. Recoge saberes, se enriquece con ellos pero también es capaz de no ceder a ciertas (m)odas poco serias y demasiado románticas: siempre con apertura a debate, como prueba última de validación, que es forjar y contribuir a diseminar un ethos democrático.

Hacia afuera, en al ámbito internacional, una comunidad universitaria sensible y atenta a procesos de integración e interacción en varios ámbitos, no únicamente “técnicos”, pero no entreguista. No ser ingenuos en relación a intereses. Los políticos tienen  su espacio y mérito (“conocimiento práctico”) y en ellos el sentido de lo urgente actúa más; el de la perspectiva más ponderada y liberada de la presión de la tumultuosa política, en la academia.

Y finalmente una sostenida política de becas, con criterios primordialmente meritocráticos, como forma de  inserción de las mentes más promisorias al esfuerzo permanente y la autoexigencia: hábitos de carácter ciudadano activo e influyente que, en los varios ámbitos de desempeño, contribuyan a ampliar una cultura de trabajo intelectual y moral serio, que de lo festivo abunda.


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