ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Tras casi 14 años continuos de ejercicio gubernamental, el Movimiento al Socialismo (MAS) no pasa de ser una reunión circunstancial de grupos de interés fundada en un patrón de lealtades de oportunidad que maneja un discurso maniqueo divorciado de la realidad y aparece articulada en torno a una figura única propagandísticamente fabricada con un costo millonario.
Su incursión en el escenario electoral nacional en 1997 mostró en germen esos rasgos que aparecieron de modo más evidente para los comicios presidenciales de 2002, cuando por primera vez sus componentes se plantearon la posibilidad de acceder al gobierno. Luego de los sucesos de 2003 y 2005 que desembocaron, respectivamente, en las renuncias a la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada y de su sucesor Carlos Mesa Gisbert, el MAS aprovechó el repudio de las fuerzas populares cansadas de los desmanes de los “políticos tradicionales” y consiguió una histórica votación del 53,7% que le llevó al poder en enero de 2006.
A partir de ahí, instalado con incomodidad en palacio de gobierno, fue desplegando poco a poco una eficaz estrategia militar, judicial, política y económica de control que le permitió copar los principales espacios de las decisiones, sometiendo o marginalizando a sus adversarios y cooptando o debilitando a las organizaciones de la sociedad y a los medios periodísticos de mayor significación.
Su fortaleza pública se fue conformando basada en alianzas pos-electorales con las que aglutinó a su alrededor a sectores corporativos: cocaleros, “cooperativistas” mineros, gremiales, transportistas y colonizadores (“colectivos interculturales”), a los que poco después se sumaron transnacionales del petróleo y la minería, la empresa privada confederada y la agroindustria oriental. En todos los casos, el apoyo político que logró el oficialismo “socialista” fue conseguido a cambio de beneficios económicos concretos. Paradójicamente, los menos favorecidos –salvo en el caso del desfalco del Fondo Indígena– fueron los pobladores ahora llamados “indígena-originario-campesinos”, en nombre de quienes el MAS dice gobernar.
Pero todo ese potenciamiento externo no se tradujo, en el ámbito interno masista, en la construcción coherente y consistente de una opción política con capacidad hegemónica cierta y con un proyecto social honesto. Al contrario, los pocos que manejan los hilos del poder se ocuparon de deshacerse de todo aquel que no fuese servil e inventaron una “estructura nacional partidaria” que en los hechos no funciona porque no existe. Esos mismos titiriteros neutralizaron lo que pudo haber sido una doctrina renovadora y la suplantaron con un limitado repertorio de frases hechas que todavía capta ingenuos, sobre todo entre desinformados del exterior del país.
No obstante, este gravísimo problema –un mal que tarde o temprano llevó a la extinción a decenas de organizaciones políticas falsas a lo largo de la historia boliviana– no es ni siquiera considerado por la cúpula del MAS, obnubilada hoy por las mieles del poder. En todo caso, su indefendible decisión de usar a Evo Morales como candidato hasta la eternidad, bien ilustrada hace escasos días por la declaración de un oficialista en sentido de que éste debe gobernar “hasta que Dios quiera”, refleja la desesperada situación en que se encuentra el grupo gobernante.
Está, pues, a la vista de todos (excluyendo a los masistas) que el paso del tiempo sólo hizo inocultables los pies de barro de la figura totémica erigida desde la Plaza Murillo.
El fin de este espejismo es indetenible, aunque sus manufactureros quieran hallarle algo de oxígeno en las ilegales e ilegítimas elecciones generales anunciadas para octubre.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.