Fraude es toda aquella acción que violenta las reglas y altera la verdad para obtener beneficios de manera irregular, lo cual siempre supone daños a terceros. Y si una conducta semejante se prolonga en el tiempo, además de hacerse sistemática, hay que considerarla una estrategia.
Ese comportamiento recurrente caracterizó al gobierno 2006-2019, que se acostumbró a aplicar una política de engaño a costa del Estado y la población. Que se haya presentado como expresión de los “pueblos indígena-originario-campesinos”, defensor de la Madre Tierra o aun izquierdista, no siéndolo más que en la retórica, ejemplifica algunas de las formas fraudulentas en que actuó. Y que a título de “revolución democrática” controlara todos los espacios del poder, manipulara las leyes, desconociera la voluntad popular, vulnerara la Constitución y dejara en suspenso la democracia, simplemente confirma su condición falaz.
Pero, sin duda, el momento culminante como evidencia de la estafa que encarnó el esquema del llamado Movimiento al Socialismo fue el fraude electoral perpetrado el pasado 20 de octubre, que sus portavoces todavía pretenden esconder y aspiran echar al olvido.
Así se hubiese tratado apenas de unas anormalidades, el hecho de que existieran ya era suficiente para poner en duda aquel proceso eleccionario. Sin embargo, no fue así, pues la Organización de Estados Americanos, en su informe final de “Análisis de integridad electoral” publicado el último 4 de diciembre, documentó en 95 páginas cuatro grandes tipos de anomalías (indicios, errores, irregularidades graves y acciones deliberadas destinadas a manipular los resultados de la elección) que le llevaron a concluir que hubo manipulación dolosa de los comicios y parcialidad de la autoridad electoral, por lo que ratificó su “imposibilidad de validar los resultados” de esas votaciones.
Los miembros del ex gobierno propalaron entonces la infundada versión de que se había producido un “golpe racista” en su contra y su principal figura buscó asilo en México con el falso argumento de que su vida corría peligro, razón por la que aquél país le otorgó la residencia permanente.
No contento con ello, el ex presidente abandonó abruptamente la nación que le brindó protección y se reubicó en Argentina, cuya cercanía todavía espera aprovechar para influir en la política boliviana. Otra vez el argumento para obtener refugio fue que su vida estaba amenazada. No obstante, a los pocos días, anunció su decisión de volver a Bolivia y no encontró mejor fórmula para hacerlo que forzar su candidatura a una senaturía, lo que significó un tácito reconocimiento de que había mentido sobre el riesgo de muerte a que dijo se enfrentaba.
En todo caso, es el propio gobierno argentino el que alienta la continuidad del accionar fraudulento del ex gobernante, ya que otorgó protección a un acusado de varios delitos (incluido alguno de lesa humanidad), no se manifestó cuando su protegido viajó fuera de su territorio sin autorización oficial ni cuando, al candidatear, asumió que tiene condiciones para retornar a Bolivia, lo que indica que nunca existieron las circunstancias que adujo para conseguir refugio. Estos tres casos constituyen una flagrante violación de los artículos 9 y 11 de la Ley General de Reconocimiento y Protección al Refugiado y de las normas de la Comisión Nacional para los Refugiados que rigen en el vecino país.
Hay varios otros elementos, anteriores y actuales, que dan cuenta de las prácticas engañosas del ahora inhabilitado candidato y su grupo, como lo prueba el postizo binomio presidencial impuesto desde Argentina para las elecciones de mayo.
Visto ese panorama, el fraude electoral de 2019 no fue un desliz, sino un eslabón más en una estrategia de poder que la rebeldía ciudadana empujó al fracaso.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov