La crisis peruana ha sorprendido a más de uno, debido a las distintas fuentes de las que se nutre. Las demandas, con las que se iniciaron las movilizaciones, no fueron demandas sociales, sino políticas. Pese a ello, el establishment político peruano insiste en abordar el problema desde la perspectiva social, es decir, asumiendo que tras las protestas se encuentran problemas sociales, por lo demás históricamente insatisfechas. Las protestas comenzaron hace algo más de un mes, luego de la detención del expresidente Pedro Castillo, después de su fallido golpe. Sin embargo, para sorpresa de muchos, las demandas políticas que movilizaron a importantes sectores de la sociedad, no exigieron la restitución de Castillo. La situación adquiera mayor complejidad debido al sustrato socio cultural que subyace en las principales zonas (el sur peruano), desde las cuales se expandió la protesta.
Entre las principales exigencias políticas que provocaron la crisis se destacan el cierre del Congreso nacional, la renuncia de la actual presidenta Dina Boluarte y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Fueron estas demandas las que provocaron la crisis nacional, poniendo al descubierto el carácter obsoleto del sistema político peruano.
Por sí mismas, las demandas dejaron en claro que la movilización no fue provocada, en rigor, por la detención de Castillo (aunque es evidente, eso sí, que este hecho actuó como detonante del descontento popular), sino por el carácter inadecuado del sistema político. Entendamos ese carácter como la incapacidad de ese sistema político democrático, no solamente para seguir y auscultar permanentemente a su sociedad, sino incluso para autorregularse, en períodos críticos. En el fondo, pues, se trata de la incapacidad del sistema para representar a la sociedad.
Es importante insistir en el hecho que se trata de demandas políticas y no sociales, ya que en las primeras se encuentra el origen de la actual crisis, que vive el vecino país. Una crisis, por tanto, que se refiere al sistema político en su conjunto y no solamente a un gobierno y ni siquiera a la actual composición parlamentaria. Es por ello que hablamos de una crisis sistémica.
A su vez, esa crisis se expresa en la ingobernabilidad, ya habitual en el Perú desde, al menos, la última década y media. También se manifiesta en la crisis parlamentaria y, además, por supuesto, en la crisis de las mediaciones democráticas del Estado.
La crisis de gobernabilidad no se ejemplifica únicamente en la gran cantidad de presidentes que se han sucedido en los últimos años, sino también, incluso, en la gran cantidad de gabinetes ministeriales que acompañaron, en un año, a Castillo. A ello sumemos los frecuentes cambios de ministros, en algo más de un mes de gestión, de Dina Boluarte. En esas condiciones resulta casi imposible desarrollar gestión alguna, por cuanto, con los permanentes cambios de los equipos gobernantes, cualquier gestión de gobierno se encuentra limitada, en su alcance y proyección.
El segundo componente de la crisis del sistema lo representa el parlamento. Permanentes denuncias de corrupción de sus integrantes (fuera cualquiera que fuera la constelación parlamentaria que se presente), encarnizadas disputas políticas entre las bancadas, condicionamientos a y enfrentamientos con el Poder Ejecutivo, han deslegitimado al órgano legislativo, contribuyendo, a su vez, a su baja representatividad en la sociedad. Está claro que grandes sectores sociales no se sienten representados por el parlamento. Así, ni los partidos políticos con representación parlamentaria, ni el parlamento como institución de la democracia representativa, son asumidas por la población disconforme, como instituciones representativas.
El carácter nacional de la crisis, a raíz de la movilización social en demanda de reformas políticas, ha terminado, por tanto, dividiendo a la sociedad peruana. Se trata ciertamente de una división política, pero también se presenta una división socio-cultural. Aunque la primera es manifiesta, la segunda constituye el sustrato, la fuente, que la alimenta. En la superestructura política esa relación se manifiesta en la pugna entre reformadores profundos por un lado y adaptadores, por medio de reformas secundarias, por otro. Pero en la base de la sociedad ello se expresa en la pugna entre campo y la ciudad de Lima o, con mayor precisión, entre el sur andino quechua aymara y Lima, mestiza blancoide. Debido a este último eje de la contradicción, puede decirse que se trata de una contradicción histórica ancestral no resuelta.
No resulta, por tanto, casual que el centro del conflicto se ubique en el sur andino; zona en la que las protestas ocasionaron más de medio centenar de muertos, así como la interrupción del tránsito, por medio del bloqueo de carreteras. Aunque el traslado masivo de manifestantes del sur a Lima no ha convulsionado a esta última -ni por lo tanto al centro político del país- la protesta ha adquirido indudablemente un carácter nacional. Lo hizo, porque el bloqueo de carreteras, por sí mismo, es un cuestionamiento al Estado que, ni con los 58 muertos reconocidos oficialmente, logra desactivar la protesta. El desconocimiento a la autoridad de la presidenta Boluarte, por parte de los manifestantes, completa el alcance nacional de la protesta y dificulta grandemente las posibilidades de un diálogo.
El que el traslado de las protestas a Lima no hubiera convulsionado al centro político del país, nos dice que la movilización ha llegado a su techo o máximo alcance. Sin embargo, el que las instituciones políticas (Ejecutivo y parlamento, en lo básico) no puedan desactivarla y, al contrario, muestren una notoria lentitud en procesar (i. e., atender) las demandas políticas planteadas, nos habla del atraso del sistema político, con respecto a su sociedad.
Se ha configurado un cuadro complejo, en el que la protesta social no termina de languidecer, pero muestra la suficiente fuerza como para inquietar la inercia de la institucionalidad política estatal. Desde ya, la resolución al conflicto por medio de la fuerza (ya sea de los manifestantes o del gobierno) ha demostrado no ser posible. En consecuencia, la resolución de la crisis parece que vendrá, paradójicamente, como resultado de ese mutuo condicionamiento.
Omar "Qamasa" Guzmán es sociólogo y escritor