ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
¿En qué va a desembocar la grave crisis política a que está siendo llevado el país por ambiciones y erráticas decisiones de los circunstanciales administradores del poder?
A sabiendas de que las elecciones del pasado 20 de octubre estaban signadas por la ilegalidad y la ilegitimidad de la candidatura oficialista que consagraba la usurpación de la soberanía popular expresada el 21 de febrero de 2016, la población aceptó ir a las urnas con la esperanza de que se pudiera alcanzar, en paz, la reconducción de la institucionalidad democrática. Y fue esa misma población la que anticipó que no iba a admitir una nueva violación de sus derechos. Eso estaba dicho.
Pero, como lamentablemente ya es usual, el gobierno cerró ojos y oídos ante la situación y resolvió llevar adelante, a toda costa, su propósito continuista, lo que representó el principio de todo. El desconocimiento gubernamental de los resultados electorales publicados la noche de las votaciones que anticipaban la realización de un balotaje y su posterior extraña reversión desató la inmediata ola de protestas ciudadanas que, al paso de los días, ha ido radicalizando sus demandas.
Las movilizaciones sociales que tienen lugar en todo el territorio nacional están alcanzando la magnitud que cobraron, en su momento, las luchas antidictatoriales, aunque los voceros del gobierno –autoridades, parlamentarios, dirigentes sindicales, periodistas (¿?) y algunos escribidores– sólo quieren ver en ellas la presencia de “algunos jóvenes”, “algunos vecinos”, además “pagados por la derecha y el imperialismo”, o los aleteos de un conservadurismo “clasemediero” urbano, a los que, sin embargo, atribuyen un plan, un “libreto”, caracterizado como el de un golpe de Estado racista.
Pero lo que más bien se ha puesto a la vista de todos es que quien sí tiene un libreto es el gobierno ocupado por cierta “clase media ampliada” que usurpa la representación de los pueblos tradicionales y utiliza a sectores que siguen empobrecidos como “masa disponible”, tal cual hicieron largamente civiles y militares tras la revolución modernizadora de 1952. Ese diseño, resumido por un ministro estos días, presenta cuatro ideas-fuerza: 1) en Bolivia se está montando un golpe desde antes de las elecciones, 2) la oposición quiere desconocer la “revolución” que representa el “proceso de cambio”, 3) ahora el gobierno debe restablecer su credibilidad y 4) para ello tiene que ganar (en) las calles.
Las fichas ya han sido dispuestas para ejecutar este plan. El oficialismo aparece con dos caras, la democrática (auditoría electoral parcial y llamado al cuarto intermedio en las protestas) y la autoritaria (amenazas, insultos, acusaciones, amedrentamiento, violencia), jugando así a dos cartas, sin que ninguna de ellas anuncie que le conducirá al triunfo.
La respuesta ciudadana ha desbordado todas las previsiones oficiales. A esta hora ya no surten efecto las declaraciones sobre una presunta victoria en las urnas, la supuesta transparencia de las votaciones, los ataques contra el “candidato perdedor”, la búsqueda de responsables de las agresiones que no sean del propio gobierno ni los intentos de polarización área rural-ciudad o “ricachones”-“pobres”. Esta trama argumental ha dejado de cuajar, por lo que es hasta penoso ver que el oficialismo se proclame “defensor de la democracia” o diga, ahora, que sí se ajusta a la Constitución y las leyes.
La protesta social, cada vez más organizada, ha pasado de exigir el reconocimiento de los resultados que adelantaban la realización de una segunda vuelta a rechazar el trastrocado cómputo de votos y, más allá, a que –como mínimo– sea convocado un nuevo proceso electoral con un árbitro confiable y sin la participación del ilegal binomio oficialista. Los planteamientos más extremos, como se sabe, apuntan a que el gobierno cese en sus funciones de inmediato. La imagen presidencial está pulverizada y casi no queda portavoz oficial creíble, salvo para sus seguidores inflexibles.
La agenda ciudadana está, pues, definida: las elecciones deben hacerse de nuevo, con otras reglas, o se debe empezar todo desde cero.
No obstante, el plan gubernamental no contempla para nada unas nuevas elecciones y menos sin sus candidatos. Al gobernante ya le representó un gran sacrificio aceptar indirectamente que hay algún problema en el proceso electoral –eso es lo que significa que se apropiara de la iniciativa opositora para hacer una auditoría, así sea relativa– y le es inconcebible por completo el pedido de su renuncia. Lo único que quiere es ganar, por lo que continuará con su libreto. El tribunal electoral comenzó la puesta en escena oficializando el cuestionado cómputo y reiterando que nadie podrá mover esos resultados. Y el siguiente acto serán nuevas “sugerencias” para que la “masa disponible” tome calles y caminos sin más destino posible que un enfrentamiento fratricida absurdo.
Decretada como está la inutilidad de la auditoría, confirmada la determinación oficial de imponer una atribuida mayoría, descalificados potenciales mediadores, declarados los grupos pro-gubernamentales en apronte y puesta la oposición ciudadana en alerta máxima, los caminos racionales de superación de la crisis parecen estar cerrándose.
Si prosigue esa tendencia a la confrontación enceguecida, además de indeseables funestas consecuencias, lo que vendrá será una larga fase de incertidumbre e inestabilidad que podría tener un peor desenlace.
En este marco de antagonismo exacerbado, la concertación es indispensable, la única salida probable sin violencia. ¿Se pondrá el gobierno a la altura de las circunstancias?
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov