Stalin dijo una vez que una muerte era una tragedia y que miles de muertes eran una estadística. Las cifras de feminicidios y violencia contra las mujeres en Bolivia nos colocan en el lugar más vergonzoso entre los países de América Latina, según el Informe Regional de Desarrollo Humano 2021 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Ahorcada, lanzada del duodécimo piso, golpeada hasta perder parte del intestino, mutilada y desmembrada, blanco de un disparo, atropellada, degollada, apuñalada, apaleada, desaparecida, torturada, violada y enterrada, y la lista es inacabable de las formas en las que las mujeres estamos siendo asesinadas.
La cadena de violencia, lleva al último eslabón, el feminicidio. Nos acercamos al centenar de mujeres asesinadas en lo que va del año. Mujeres a quienes se les quitó la vida de la manera más horrenda. Los feminicidios son cometidos cada vez de manera más despiadada y sádica. Cada vez resultan ser mucho más violentos y rayan con la psicopatía de quienes los cometen.
Excepto los grupos feministas y activistas que acompañan determinados casos de feminicidios y reclaman justicia, a nadie más le importa esta lacra. Pues, de lo contrario, no se entiende cómo el Estado no hace nada. La salud de la sociedad se podría medir en el bienestar en el que se hallan las mujeres, que somos la mitad de la población. Si vemos las estadísticas de la violencia hacia las mujeres, concluimos que, como colectividad, estamos en fase terminal de una enfermedad, llamada deshumanización.
Los feminicidios, en los casi 10 meses de este año, suman más de 80. Esta situación no eriza la piel ni de la sociedad ni la del Estado, que pasan a ser feminicidas por omisión. Más del 98 por ciento de los asesinos quedan impunes, libres, y así se reproduce y empodera el patriarcado. Esta cifra macabra da cuenta de lo arraigado y extendido que está el machismo en el país. Cada uno de nosotros y nosotras somos parte de este orden social, donde la violencia reside, se acomoda, y pretende quedarse para siempre debido a la apatía, la negligencia, y la reproducción de un sistema machista.
La aparición, en los medios de prensa nacionales, de la muerte de mujeres mostrando el grado de atrocidad, sufrimiento y tormento atravesado, en manos de sus parejas o exparejas se la toma con una naturalidad que ya no nos sorprende, ni esos hechos se convierten en eventos patológicos de convivencia social y convivencia humana diríamos con más precisión.
El sistema patriarcal en el que crecemos, nos hace sentir culpables a las mujeres, y libra de responsabilidad a los agresores. “Estaba enfermo, borracho, drogado, celoso, fuera de sus cabales”, se escucha, salvándolos. O también, “¿por qué ella lo provocó?, ¿por qué ella lo dejó?, ¿para qué fue ella a la fiesta a beber? ¿por qué ella se atrevió a mirar a ‘otro’?, ¿por qué ella le exige la asistencia familiar de los hijos?, ¿por qué andaba con falda corta? ¿por qué ella no le hace caso?”, se escucha culpabilizándolas.
De esta manera se mantienen los estereotipos que eternizan diferentes formas de violencia hacia las mujeres. Existe una falta de sensibilidad ante la violencia de género. El mejoramiento de las leyes, la existencia de medidas efectivas de protección para mujeres amenazadas y golpeadas, la agilización de los trámites de denuncia, entre otras medidas, forman parte de la solución. Pero se necesita con urgencia un cambio cultural que cuestione y detenga la violencia como forma de relación.
En este 11 de octubre (Día de la Mujer Boliviana) no queremos ni rosas ni chocolates. Queremos igualdad y respeto. Ser tratadas como personas, seres individuales que se pertenecen a sí mismas y no son posesión de nadie. No queremos ser elegidas, ni mantenidas, ni princesas rescatadas. No queremos seguir contando nuestras muertas. No queremos la violencia como forma de relación. No queremos pasar a ser una estadística más en el número de asesinadas.
Cada muerta es una tragedia.
Gabriela Canedo Vásquez es socióloga y antropóloga