La doble moral, claro, no es algo privativo de la sociedad boliviana sino una característica de todas las sociedades, es decir, en definitiva, de la humanidad. Tomemos sin embargo como referencia un hecho local (la denuncia contra Evo Morales por estupro), para reflexionar en torno a los supuestos de la doble moral que subyacen en las sociedades. El cúmulo de muestras que se manifiesta en el ejemplo boliviano (las andanzas de Morales eran poco menos un secreto a voces en el MAS y nadie se dada por enterado, pero ahora “arcistas” fingen escandalizarse, al igual que tantísimos programas televisivos con rimbombantes nombres e indisimuladamente masistas, como “No mentirás”, “Papel, tijera y tinta”, etc.) únicamente forman parte del folklore altoperuano en la materia.
La doble moral forma parte de y alimenta a las disputas por el poder, en las sociedades. Ésta es ya una primera delimitación al tema: nos referimos a la doble moral en la esfera pública y no en la esfera privada, pese a los innegables vínculos entre una y otra. Por ello hablamos de una característica humana referida a la disputa del poder; disputa presentada por dirigentes, militantes, adherentes y bases sociales de apoyo.
Para que el fenómeno pueda manifestarse, factores socio-políticos vinculantes a la pelea por el poder facilitan el surgimiento de las condiciones históricas requeridas. La dimensión social nacional que la manifestación del fenómeno supone queda atestiguada por el abanico que incluye a todos los actores políticos anotados. El contenido de aquellas condiciones históricas, así como la manera en que se han configurado, son siempre locales, por lo que corresponden a cada sociedad y su Estado.
Con todo, puede formularse algunos factores vinculantes común a todos. Entre éstos anotemos la institucionalidad estatal y dentro de ella, sus niveles, por los que se concretiza el poder. En esta institucionalidad importa su condición de “poder concentrado”, mientras que en la observación de sus niveles, los múltiples rostros del poder: el poder político, el poder económico, el poder social, etc. Por medio de estas instituciones se objetivizan los proyectos políticos y al ser canalizados, reciben la adherencia de las características de todo campo político; entre ellas, la de compartir un mismo código, un mismo lenguaje, entre otros.
El que la institucionalidad estatal devenga, sin más, en un campo político es notorio en los Estados con pobre desarrollo democrático. Lo que conviene retener, de este razonamiento, es la imagen en degradé que conlleva la ilustración de la práctica de la doble moral. Recordemos que esa imagen nos muestra un arco social considerable y es esta extensión la que lleva a señalar que se trata de un fenómeno compartido tanto por la sociedad como por el Estado. Se trata de la correspondencia en muchos sentidos: de abajo – arriba (ósea de identificaciones de las bases sociales de sustentación con la dirigencia política), de arriba – abajo (de exitosas convocatorias hegemónicas) e incluso en sentido horizontal, modificando la correlación de fuerzas sociales en la sociedad.
Insistamos en que son siempre las circunstancias particulares las que actúan como disparadores, para que la doble moral de una sociedad se explicite. Pero más allá, incluso, de la especificidad de tales circunstancias, lo que en realidad se manifiesta no es sino una de las características de la naturaleza humana. En este sentido, esa característica tiene, pues, un alcance universal. Tras ella, lo que se esconde son las pasiones desatadas por la naturaleza. Tan fuertes son éstas que en sus manos tornan a la razón en algo instrumental, alejada del todo de principios morales.
La razón instrumental se alimenta de la ilusión, del arbitrio y de la impunidad en la sociedad, que nutre a y emane del poder. Así, esas ilusiones se complementan con la ambición del control del poder. Pero el poder no es una materialidad, sino una relación social, que atraviesa a la materialidad del poder, o sea a las instituciones estatales. Debido al extravío por controlar algo intangible, partidos, dirigentes y sus bases sociales de sustentación viven en una realidad ilusoria, que sólo se mantiene en pie, entre otras, gracias precisamente a la doble moral.
Siendo universal su carácter, la doble moral, dijimos, se manifiesta gracias a las circunstancias particulares configuradas en torno al poder. Para esta consideración, no tiene mayor relevancia si se trata de un poder local, nacional o global. En todos los casos, en la relación entre sociedad y poder, el principio es el mismo. Por ello, cuando se modifica la correlación social de fuerzas, la doble moral esconde, en gran medida, la necesidad de la autopreservación en medio del cambio. En ese sentido debe asumírsela, también, como un mecanismo de autojustificación; además, claro de reciclaje para políticos profesionales y/o “periodistas” reproductores del discurso del poder.
Se entiende, en este orden, que tanto la política como las instituciones de la justicia actúen como factores condicionantes para la manifestación de la doble moral, así como para la oportunidad y la manera en que esa manifestación hace su aparición. El primero de ellos, al encontrarse directamente ligado a la disputa del poder es evidente, mientras que la evidencia del segundo es más cuestionable. En ello mucho tiene que ver la madurez democrática institucional alcanzada por cada país y la consiguiente efectiva división de poderes.
En conclusión, tenemos, primero que la magnitud del poder (local, nacional o global) es irrelevante al momento de considerar la doble moral de las sociedades, como característica del ser humano. Puede decirse que esa característica le viene de su pertenencia al mundo natural. Segundo, el fenómeno involucra desde dirigentes políticos, militantes, hasta bases sociales de sustentación, aunque con matices distintivas en cada caso.
Cuando el conjunto de estos elementos dibuja una parcialidad considerable en la sociedad, puede hablarse de ésta en tanto tal, como portadora de la doble moral. En este sentido debe considerarse, a la vez, el alcance de la doble moral sobre la política, porque en último término es la sociedad la que determina a ésta, así como al Estado; este impacto se evidencia con mayor facilidad cuando la institucionalidad estatal es débil.
Se trata de una influencia desestructuradora, en primer término, sobre la propia institucionalidad y en segundo término, sobre la convivencia política, regida por normas. La política, entonces, retrocede a sus manifestaciones más rudimentarias, como bien se ejemplifica en Bolivia, a lo largo de estas ya casi dos décadas. En ese lapso, el país ha desinstitucionalizado su aparato estatal; en el plano externo ha puesto a su Estado en situación de descrédito, incapaz de ofrecer garantía alguna a sus pares como para ser incluido en proyectos multinacionales de impacto global. A esta devaluación de la fe del Estado se suma, en el plano interno, la pérdida de credibilidad frente a su propia población.
El autor es sociólogo y escritor