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Opinión

Bolivia y el derrumbe de la institucionalidad estatal

9 de Julio, 2024
OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER
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La nota destacada en grandes períodos de la historia del país (y desde el 2006 esa no fue para nada la excepción) es la chocota de los gobernantes, las cantifleadas políticas, la corrupción y el desconocimiento al espíritu de la norma, en el manejo de la cosa pública. ¿Qué esconde este trágicamente pintoresco hábito boliviano? Las respuestas deben buscarse en la historia, la cultura política y, claro, en cierta mentalidad social cultivada desde la colonia misma. 

Para entender la actualización en el presente de aquellas lejanas herencias comencemos diciendo que Bolivia, con sus instituciones estatales atrofiadas, es hoy en día un país estancado. La presencia del pasado que adelantábamos puede rastrearse en las instituciones, en la política, en los grupos socio-culturales, así como en la manera en que a partir del 2006 se ha articulado el pasado con el presente. Con ello nos referimos a la forma en que esa articulación ha dado lugar a la historia corta -o coyuntura larga. 

Históricamente, desde su fundación, Bolivia siempre ha tenido instituciones débiles, como consecuencia, a su vez, de la colonia. Ya entonces la administración pública se caracterizaba por el incumplimiento al espíritu de la norma, acatando, empero, la letra de ella. 

El célebre dicho altoperuano del “se acata, pero no se cumple”, de los administradores, formaba parte de las prácticas habituales en la menuda disputa por el poder, entre españoles, criollos y mestizos. Como tal, fomentaba la desconfianza, el engaño y la traición entre los administradores, muchos de ellos de ocupación abogado, conocidos como los “doctores dos caras”. Subrayemos el hecho que no es, por tanto, la falta de normas, sino manera en que éstas son asumidas. Bajo el aliento de aquél célebre dicho se cultivaron, pues, todas las condiciones para la debilidad de las instituciones. 

Hablamos de un elemento nacido en la sociedad colonial y reproducido luego en la república. Así devino en una de las notorias características de la política institucional boliviana, en sus acciones, guiadas por principios no escritos pero implícitos en las relaciones sociales en torno al poder. Con ello fueron creados verdaderos valores culturales, con los cuales se asume la función pública. Si nos preguntáramos por las razones que explican el hábito de burlar el espíritu de la norma encontraríamos motivos sociales, económicos y étnico-culturales. Ésta fue una sociedad fuertemente estratifica hasta, al menos, mediados del siglo pasado. También encontraríamos razones “ideológicas”, es decir razones que se encuentran en la manera en que un grupo y una sociedad se ve a sí misma y a partir de ello al mundo. Pero en conjunto, todas esas razones conformaron las condiciones por las cuales la sociedad boliviana no alcanza a formular un acuerdo constitutivo, plasmado en normas generales que no solamente sean acatadas sino también cumplidas. 

En la historia corta (2006 – 2024) aquellas herencias se articularon de manera distinta a la que lo hacían en el pasado; esto quiere decir, con todo, que las herencias no desaparecen. El cómo se articulan depende del elemento específico que actúa como fuerza de atracción. En el caso de la coyuntura inaugurada el 2006, esa especificidad estuvo dada por la novísima presencia de sectores campesinos y populares, en el centro del poder. Es válido decir que a partir de ello la narrativa política en Bolivia ha cambiado definitivamente. Pero lo ha hecho solamente en su apariencia fenoménica (permítasenos este exceso) y no en su esencia. Tal es así que la misma falta de seriedad, la misma ineptitud y los mismos grados de corrupción en el manejo de la administración estatal que mostraron, en su momento, blancoides, criollos y mestizos lo exhiben hoy indígenas, campesinos, cholos y mestizos. 

La crisis de las instituciones estatales en este país es la exteriorización de aquellos hábitos históricos, hasta el punto de moldear verdaderos pre-juicios en esta sociedad. La atrofia del Estado es su consecuencia y el resultado -ayer como hoy- la pérdida de la capacidad para la planificación nacional. Está claro que en la realidad concreta, estas consideraciones se muestran de las maneras más grotescas. 

La falta de independencia del poder judicial (que con la presidencia de Evo Morales sirvió para la persecución política, la judicialización de las protestas sociales, el montaje de supuestos actos terroristas para ejecuciones extrajudiciales y el encarcelamiento de opositores) ha sido completada por Luis Arce con mayores ajustes partidarios, en la administración de la “justicia”. En este orden, la autoprórroga de los miembros del Tribunal Constitucional, forma parte del infantil cálculo político del gobierno. Con ello, la figura que se ha dado es la de delincuentes -como tantísimos parlamentarios de oposición lo recalcan día a día- administrando el Tribunal Constitucional. Ante la iniciativa del legislativo para revertir esta anormalidad, el gobierno-padrino de los autoprorrogados remite, en “consulta”, el proyecto de ley del legislativo al Tribunal. En este enredo han surgido voces críticas en el propio poder judicial, en particular a las payasadas de David Choquehuanca, “presidente” nato del legislativo; a lo cual Choquehuanca y la delincuencia encaramada en el Tribunal responden con la amenaza de enjuiciarlos. 

El debacle institucional abarca también a la policía y a las Fuerzas Armadas. La corrupción reinante en la primera es inocultable, aunque la segunda tampoco es ajena a ella. Ello, por supuesto, no sólo tiene sin cuidado al gobierno de Luis Arce, sino que le facilita la utilización política de ambas instituciones. La última comedia que esta utilización nos presenta fue la puesta en escena de un “golpe de estado” fallido (acto, en el que ni siquiera todos creen dentro de las propias filas del gobierno). 

Como resultado de esta chacota tenemos un gobierno, un Estado y un país inmóviles. En lo interno, la jarana ha borrado todo vestigio de seriedad e imparcialidad del poder “judicial”. Las cantinfleadas de Luis Arce, Choquehuanca y compañía, a la vez provoca la inmovilización económica que, junto a la corrupción, han paralizado todo proyecto productivo de impacto nacional. Corona este mosaico de curiosas “virtudes”, la ineptitud de aquél conjunto de despistados agrupados en algo que todavía se llama partido político (sin importar si son arcistas o evistas). 

En lo externo la intrascendencia del país es tan evidente que ilustra su penoso peregrinaje hacia un Estado paria. En este plano, el extravío forma parte de las bases para tan paupérrima presencia internacional boliviana. El proyecto de la industrialización del litio lo ejemplifica bien. El gobierno chileno (también de izquierda) anunció el acuerdo alcanzado con Alemania para la industrialización de su litio los mismos días en que Luis Arce se complacía por haber acordado con la Rusia de Putin un proyecto similar. Es decir, con un Estado que, luego de la guerra provocada contra Ucrania, tiene como única perspectiva su derrumbe. 

El autor es sociólogo y escritor