El avión boliviano descubierto en España con 478 kg. de cocaína, las coimas millonarias en el ministerio del Medio Ambiente, son nada más que dos de los últimos escándalos de corrupción, habituales en los gobiernos del Movimiento al Socialismo (MAS). Dejando a un lado las tonterías que balbucean los ministros sobre esos hechos, es claro que la muy larga lista de casos de corrupción, constituye algo más que motivos para los titulares de prensa; para la ciudadanía democrática supone el reto de rescatar al país de la perniciosa costumbre, a la que es conducida por el proyecto delincuencial en curso.
Así, lo que en Bolivia comienza vivirse cada vez con mayor claridad, es la pugna entre el proyecto delincuencial y la voluntad ciudadana por reconstruir democráticamente al país. Apuntemos que la resolución de esa pugna tiene, como trataremos de mostrar, una proyección estratégica, referida a la confrontación entre totalitarismo delincuencial y democracia. Esta contraposición se asienta, por un lado, en los supuestos que cada opción contiene y por otro, en el proceso político-social histórico en desarrollo, consistente en la renovación y sustitución de las élites de poder. Por tanto, importa referirse a tales supuestos, particularmente los comprendidos en el proyecto del MAS, por cuanto éste corresponde a la iniciativa política, de los sectores sociales que lo conforman.
Las nuevas élites de poder (conformada por la dirigencia sindical, sectores campesinos, los grandes gremialistas ligados al contrabando, los productores de coca del Chapare -mega laboratorio del narcotráfico- y la jerarquía dirigencial del partido, principalmente) buscan consolidarse por medio de un proyecto de características delincuenciales, cuya cobertura es proporcionada por el esquema totalitario del régimen. Entendemos la corrupción no en su connotación ética, sino como un mecanismo extraeconómico de acumulación de capital. Debido a la magnitud del proyecto, el esquema totalitario y antidemocrático es su complemento necesario, a fin de controlar a la ciudadanía democrática, en lo interno y exhibir una careta de legalidad, en lo externo.
Lo que tenemos, en buenas cuentas, es la desinstitucionalización estatal, a fin de tornarla funcional al proyecto. Esta desinstitucionalización, por supuesto, abarca también al sistema político y supone la abolición de las mediaciones democráticas, para sustituirlas por mediaciones prebendales y corruptas. Que las “investigaciones” de la Fiscalía y las pesquisas policiales (es un decir, se entiende) no descubran pez gordo alguno, pero sí funcionarios subalternos en las instituciones estatales por medio de las cuales se practica el ilícito, ejemplifica la prevalencia del principio del encubrimiento. Poco le importa al MAS que con ello subordine al Estado (por más desinstitucionalizado que éste sea) al crimen organizado, ya que, para el partido de gobierno, ante el desgaste evidente del proyecto, lo primordial es la sobrevivencia de sus promotores y no la administración del Estado, con un mínimo sentido nacional.
A ese principio responde la sujeción prebendal de la mafia sindical, lo cual proporciona el apoyo político necesario para mantener a flote la maquinaria. Esta maquinaria se nutre de una fuente definida: el Estado, subordinado a la lógica delincuencial. Responde también a ese principio la persecución política, particularmente a la dirigencia cívica de Santa Cruz o el intento de la toma de las oficinas de Derechos Humanos de Bolivia, por parte de grupos vandálicos de El Alto, a fines al MAS. En el primer caso, la inutilidad de la cacería es tal, debido a que la acumulación democrática de la ciudadanía no es reversible, ni el apronte nacional en rechazo al proyecto delincuencial. En el segundo caso, la inconsistencia ha quedado demostrada gracias a la inquebrantable defensa de las oficinas de Derechos Humanos, por parte de su presidenta, Ampara Carvajal. La fuerza y el valor de cuatro décadas de lucha de Amparo, por los derechos humanos, le proporcionan la dignidad necesaria para desbaratar la operación de los allegados al MAS.
Dicho en breve, la pulsión de la ciudadanía por reconstruir democráticamente la institucionalidad del Estado supone el desmantelamiento del proyecto delincuencial, por lo que demanda un acuerdo nacional de transición. Cuando la corrupción rebasa al Estado al punto tal de subordinarlo, como sucede gracias a los gobiernos del MAS desde el 2006, no sólo el país como globalidad pierde viabilidad, sino también los diferentes agentes sociales, económicos e institucionales.
La división de poderes, la recuperación del sistema judicial, de la Defensoría del Pueblo, la depuración de la policía y el ejército de la lógica delictiva, son algunas de las urgencias que la recuperación democrática institucional demanda. A ello se suma la preparación para afrontar la crisis económica, que ya asoma con la actual elevación del costo de vida. Como se comprende, no se trata de un proyecto final, estratégico, de clase social alguna; por lo que reducir el problema a la controversia entre izquierda y derecha, es desviar la atención de los puntos nodales del problema. La reconstrucción democrática es una necesidad general, nacional, que involucra, incluso, los intereses de algunos sectores de las bases electorales del MAS, instrumentalizadas desde el gobierno por la desinformación, la prebenda y el envilecimiento.
Aún admitiendo que la sorpresa, ante los escándalos del narco-avión, las coimas millonarias o las estafas del Banco Fassil (frente a las narices de la supuesta autoridad de fiscalización financiera), de algunos funcionarios del gobierno sea cierta, ello no disminuye el nada el hecho que el rebasamiento de la corrupción representa. Incluso esos hipotéticos funcionarios son corresponsables de tales ilícitos, por pasividad e incumplimiento de deberes. Comportamientos de esta naturaleza sustentan el proyecto delictivo del MAS; proyecto que, como criatura, no está lejos de engullirse a sus propios creadores.
Omar "Qamasa" Guzmán es escritor y sociólogo