Transitoriedad y transición no significan lo mismo en política. Y esto debieran tenerlo claramente presente los que gobiernan hoy, los que no dejan gobernar, los que aspiran a hacerse del poder y la ciudadanía toda que necesita de un gobierno, ahora y después.
El primer término hace referencia a una situación temporal, que durará un lapso relativamente corto; el otro remite a un cambio de estado, al paso de una condición dada a otra que se anuncia distinta y que puede perdurar.
En ese sentido, tras la renuncia y huida del anterior gobernante en noviembre pasado, se instaló en Bolivia un gobierno transitorio que deberá entregar el mando de la nación al binomio que resulte electo en los venideros comicios que se espera subsanen los resultados fraudulentos de las anuladas votaciones de octubre de 2019.
Este gobierno, producto de la posibilidad de sucesión que dejó el vacío de autoridad provocado por una serie de dimisiones voluntarias, mereció el consentimiento de la ciudadanía y asumió no sólo la misión de convocar a nuevas elecciones generales, sino ante todo la de comenzar a recomponer la institucionalidad democrática. Las circunstancias, políticas primero y sanitarias más tarde, hicieron que su plazo constitucional de 90 días hubiese sido ampliado mediante aprobación de la estructura parlamentaria heredada del antiguo régimen, lo cual, aunque confirma su legalidad, no modifica su carácter transitorio.
Pero a semejanza de lo acontecido con el lapso de transitoriedad que devino tras la crisis del esquema neoliberal en 2005, el tiempo actual coincide con el fin de un ciclo que había dado variadas señales de agotamiento. El denominado “proceso de cambio”, que tomó las riendas del país a inicios de 2006, desfiguró muy pronto su propuesta; ya en 2009 se convirtió en un proyecto de poder tradicional que fue acumulando un rechazo colectivo que se convirtió en resistencia en octubre del año pasado, misma que dio término al autoritarismo prebendal en que desembocó aquella experiencia. El camino de la transición política, entonces, comenzó hace ya largo tiempo y encuentra en 2020 la probabilidad de empezar a concretarse.
En lo que va de su historia contemporánea, Bolivia tuvo varias ocasiones para reestructurarse y hasta consolidarse como nación. Al respecto, cabe citar en especial las etapas de la revolución modernizadora de 1952, la de la reconstitución democrática en 1982 o la del ya mencionado “proceso de cambio” en 2006, oportunidades todas –a su manera– frustradas y frustrantes, pues en ningún caso consiguieron los propósitos de maduración estatal que ofrecieron alcanzar, pese a que no todo lo hecho en ellas deba ser desestimado.
Al margen de los aspectos que pueden ser recuperables de cada uno de esos lapsos, conviene tomar nota de un denominador común que les caracteriza: la ocurrencia previa de una fase de profunda descomposición. La victoria del nacionalismo revolucionario en abril estuvo precedida por el desastre generalizado que supuso la derrota en la guerra contra Paraguay; el retorno a la democracia fue antecedido por la debacle económico-política que hizo insostenible la continuidad de las dictaduras militares, y la improvisada emergencia de un fenómeno híbrido rural-izquierdista a mediados de 2005 resultó anticipada por las crisis que reventaron en la “guerra del agua” (2000), “febrero negro” (2003) y la “guerra del gas” (2003).
De ese modo, en todos los casos señalados, situaciones de diverso grado de calamidad preludiaron tanto el sacudón que sufrieron luego las estructuras del poder y la política como la subsecuente remoción de sus actores protagónicos, movimiento de magnitud que abrió caminos para la reinterpretación de la historia nacional y para la consiguiente intervención colectiva con potencial transformador. Se trató, pues, como diría René Zavaleta, de la apertura de “momentos constitutivos”, es decir, de momentos en que Estado, sociedad y economía reconfiguran sus contenidos y relaciones en términos de organizar una arquitectura diferente con pretensiones de duración relativamente larga.
Lo que vive hoy Bolivia es, así, una nueva coyuntura de ese carácter. Su punto formal de arranque se dio en octubre-noviembre de 2019, pero sus antecedentes tienen más de una década. El complejo y delicado cuadro del presente, en que una inesperada pandemia puso al descubierto la dramática precariedad de los sistemas de salud, el cuentapropismo predominante en la economía, la inmoralidad y el oportunismo instalados en el accionar del campo político, la pobreza que mantuvieron escondida y hasta los deprimentes niveles en que se halla la educación ciudadana, constituye un panorama de gran preocupación y que convoca a respuestas y propuestas de la mayor responsabilidad posible.
Por eso no se debe permitir que la transición que está en proceso vaya a repetir los errores del pasado, del inmediato ni del más remoto. El país necesita de certezas, porque tal vez no le quede mucha historia para volver a fracasar. ¿Estarán los actores políticos, económicos y sociales conscientes de la dimensión de la transición a que se enfrentan? ¿Serán capaces de superar este reto?
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov