
Para muchos fue una sorpresa el inesperadamente holgado triunfo electoral de Donald Trump, en noviembre pasado, con el que se inaugurará su segundo mandato presidencial en los Estados Unidos (EEUU). En el fondo de las causas explicativas para esa elección se encuentra en cuestionamiento alguno de los principales supuestos del modelo del Estado republicano moderno: la racionalidad, como rectora de la vida social regida por el estado de derecho. Las consecuencias de la elección serán la antítesis de ello: la irracionalidad, así como el atropello a los derechos.
Esa victoria electoral se enmarca en un contexto internacional caracterizado por el reordenamiento global. Elección de Trump y proyecto que representa en ese contexto, constituyen las dos puntas de entrada para nuestra reflexión. La primera se refiere a la votación, mientras que la segunda, al proyecto político; y ambas, al grado de agotamiento del modelo político republicano de la modernidad.
Lo concreto es que una de las principales fuentes de legitimidad del nuevo presidente de los EEUU constituye la votación de noviembre pasado. En términos de los supuestos del Estado moderno, la elección de los gobernantes respondería a patrones racionales. La elección racional se refiere, entre otras, a la elección de la opción que mejor corresponda a las expectativas ciudadanas, para la atención a sus requerimientos, en el marco del estado de derecho. Pero la elección de quien sugería, durante la pandemia del Covid-19, se inyectara con lavandina a los infectados a fin de limpiárselos del virus, o de quien alentara a sus partidarios a la toma del Congreso, o de quien se llevó a su casa documentos top secret para el Estado, es todo menos, menos racional.
Una primera consecuencia de esta elección no racional es la fuerte presencia de los partidarios de Trump, en el Congreso. Ello significa que, a la legitimidad social nacida del resultado electoral, se suma la legitimidad que pudiera emanar, ahora, de las decisiones que tome el Congreso. La continuidad de la lógica no racional, que va de Trump, pasa por los electores, se vigorizará con ese Congreso. Donde se mostrará con mayor claridad este hecho es en la política exterior norteamericana. Aquí, es válido adelantar, se mostrará la antipolítica de Trump en todo su esplendor, como trataremos de ilustrar.
En medio de este cuadro también debe considerarse una última fuente de legitimidad: la discursiva. Probablemente esta sea la fuente que se agote con mayor rapidez. En efecto; en el discurso de Trump, durante el periodo pre-electoral, destacaron dos componentes. Uno fue explícito y estuvo referido a la política migratoria, buscando hacer de los migrantes ilegales el chivo expiatorio. El otro, implícito, estuvo tras las sombras de la apenas disimulada simpatía con la guerra de Rusia. Este componente no fue visualizado por el votante y, al contrario, cansado de llevar el peso tributario de la política de apoyo a Ucrania que seguía la administración de Biden, creyó encontrar en Trump una verdadera oposición a la guerra. La constatación que para Trump se trata de todo lo contrario, generalizando la lógica bélica, por tanto, deslegitimará rápidamente el discurso del nuevo gobierno.
Con ello, claro, la intranquilidad social y política enturbiará la gestión. Algo que no pude descartarse, es el impacto que pudiera tener en la unidad republicana del Congreso. Paralelamente, pero, también ayudará a que las penurias impositivas, consideradas ya durante Biden como insoportables, se incrementen.
Todo ello, porque el proyecto político que Trump representa, aspira a reverdecer un modelo de desarrollo nacional imperial. Esto quiere decir que en la disputa con los capitales globales, al igual que Putin y China, el proyecto de Trump pretende posicionarse en el escenario que se configura con el nuevo orden mundial, a partir de la política y el Estado, y no de la economía y el mercado. Por ello, no sólo la simpatía con la guerra de Putin, sino últimamente, incluso, con el reconocimiento de la validez de los sentimientos que impulsaron al Kremlin a iniciar esa guerra.
Sin tapujos, el nuevo presidente anuncia que por razones de seguridad nacional, se hará del canal de Panamá, de Canadá y de Groenlandia. Este argumento no es únicamente similar a los de la dictadura rusa (con el cual ésta pretende justificar la anexión de parte de Ucrania), sino también al que, en su momento, tuviera Hitler, para invadir Polonia, o a los argumentos de Beijin, para hacerse de Taiwan, bajo el disfraz que se trata de un mandato constitucional. En todos los casos, el atropello al derecho internacional y la sustitución de éste por el derecho del más fuerte, es la nota destacable.
La antipolítica de Trump expresada en lo interno tiene, pues, su paralelo en lo externo, con las amenazas de hacerse, vía matonaje, de tales territorios. La idea de todos estos totalitarismos (Hitler, Trump, Putin, China) es una sola: cada quien se procura, a fuerza de cañonazos, sus espacios vitales; con ello se espera, surja el nuevo orden global a medida de los violadores de todo derecho. La siniestra simpleza de tal ocurrencia, en manos de semejantes personajes, tensiona al mundo de tal manera, que todas las opciones, para transitar el período del reordenamiento mundial, parecen aproximarse inexorablemente a la confrontación bélica global.
Si el votante de los EEUU pensaba que apoyando a Trump se acabarían las cargas impositivas que el apoyo norteamericano a Ucrania y a Israel, en sus respectivas guerras, genera, pronto tendrá que salir de su ingenuidad. En el plano global, la postura guerrerista de Trump, si bien en lo inmediato puede suponer un cierto respaldo a su similar ruso, está claro que debilita la presencia política norteamericana.
Debido a la magnitud del ensayo nacionalista imperial de Trump, es del todo predecible que ello tenga consecuencias a largo plazo, es decir, estratégicas. Se entiende que los tiempos para la maduración de esta última perspectiva se encuentran en relación inversamente proporcional a la fuerza de resistencia que pudiera oponérsela a tal proyecto. Hablamos no únicamente de la resistencia de los países puestos en la mira de la agresión anunciada, sino también de la Unión Europea, del Reino Unido, del Japón, etc. En perspectiva, el mapa del nuevo orden mundial mostraría una configuración en la que la presencia estadounidense se encuentre notoriamente debilitada.
El autor es sociólogo y escritor