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Opinión

A tres siglos del nacimiento de Kant

26 de Abril, 2024
OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER
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Immanuel Kant (nacido el 22 de abril de 1724 en la entonces ciudad alemana de Königsberg), es considerado uno de los filósofos más importantes en la historia de la filosofía. Su vida coincidió con el tiempo de la experiencia histórica europea, que supuso la Ilustración. Ambas condiciones (la de filósofo y el tiempo histórico) permitieron el despliegue su pensamiento. En éste y en concordancia con la época, el hombre adquiere central importancia, en el mundo y su devenir. Para el conocimiento del mundo, Kant separó la actividad del pensar de la del conocer, precisando que por medio de la razón no se conoce, sino, se piensa. Hasta antes de esa separación, los filósofos pretendían conocer, apoyándose para ello en la construcción de sistemas de pensamiento. Pero, gracias al principio kantiano de la razón, el hombre puede, mediante el pensamiento, llegar a conocer mundo, que existe por su propia cuenta. En este sentido Kant es, efectivamente, el punto de partida de la filosofía moderna. 

El transcurso de estos tres siglos, sin embargo, tuvo su impacto sobre la modernidad, relativizando la fuerza de algunos postulados kantianos. Con todo, es cierto también que varias de sus principales formulaciones mantienen vigencia, aun luego de cataclismo ocasionado por la transformación de la modernidad. Tratemos de pensar, en estas líneas, en alguno de ellos, relacionados principalmente con el Estado y el derecho. 

Digamos, para entrar en materia, que de los aportes de la filosofía de Kant ahora nos interesan aquellos sintetizados en la noción de Estado republicano. Esta forma de Estado corresponde a la modernidad y se distingue del Estado en el absolutismo, porque se fundamenta en la razón, como garante de la libertad y el derecho de los ciudadanos. Gracias a estas últimas, el ciudadano puede participar en el mercado y en la esfera jurídica. En realidad, de esa manera, el Estado moderno resulta el summum político de una voluntad general, es decir, de la nación. Dicho de otra manera, el Estado resulta de la capacidad productiva de aquella voluntad general. En este orden, la nación precede al Estado, a diferencia de lo que ocurría en el absolutismo, donde es el Estado quien precede a la nación.

El planteamiento kantiano no establece, por supuesto, una secuencia lineal entre el Estado durante el absolutismo y el de la modernidad; lo que apunta esta referido a formaciones políticas diferentes a las del Estado moderno. En estas diferentes formaciones, es decir, en estos diferentes Estados, lo que predomina es el arbitrio y el uso de la violencia, por parte de los gobernantes; elementos del todo contrarios a la vigencia de un sistema de leyes y al respeto a la libertad. 

Llegamos, así, a dos de los principios centrales en Kant: el acatamiento a la ley y el ejercicio de la libertad. La libertad, en esta perspectiva, permite el despliegue de la capacidad humana para crear un orden de cosas distinto, bajo su propia responsabilidad. En ello, la libertad individual deviene en la garantía para la participación ciudadana en la actividad política. Frente a esta posibilidad de participación, el autor distingue al ciudadano activo, del ciudadano pasivo; diferenciación que se remite al que participa, del que no participa. 

Sin embargo, se trata de una participación en los marcos establecidos por el ordenamiento legal, entendida la ley como la expresión alcanzada por acuerdo de las voluntades individuales, para dar lugar a una voluntad general que, a su vez, actúa como aglutinador del orden legal. Esa voluntad general, sometida al principio de la razón, se manifestaría en la racionalidad del derecho. De esa manera, el derecho público se constituye en una de las fuentes del Estado moderno el cual, por medio del sistema de leyes, unifica a la sociedad. Lo hace, no únicamente por ser resultado de la voluntad general, sino también porque aquel orden jurídico permite la influencia ciudadana sobre el Estado mismo. 

Como habíamos adelantado, tres siglos de historia han impactado en la modernidad, ocasionando en ella verdaderas grietas que la pusieren en una crisis irreversible. Se trata, en el fondo, de su agotamiento y, por tanto, paradójicamente en forma simultánea de su transformación. Esta nueva situación ha sido llamada, desde la academia, postmodernidad la cual se caracterizaría, en lo principal por las deconstrucciones de las grandes narrativas e ideologías englobantes, así como por el cuestionamiento a la validez de conceptos referidos a macro sujetos, como nación, clase, raza. Por otra parte, el nuevo estado de cosas también tensiona al pensamiento kantiano, en términos su relectura, bajo las nuevas demandas cognoscitivas. 

Observemos el contexto histórico en el que surgieron la modernidad y su filósofo. Además de la crisis de las monarquías absolutistas, el período se caracteriza por otras crisis y cambios profundos. Desde ya, la llamada guerra de los 30 años en el siglo XVII ocasionó el cuestionamiento profundo a uno de los principales modelos de Estado de entonces, el Estado westfaliano. Para algunos estudiosos, el torbellino de acontecimientos fue el despliegue de las fuerzas renacentistas, surgidas en el siglo XV.  Lo concreto será que aquellas distintas ramas de la crisis provocaron, a decir de Habermas, un verdadero sismo religioso, permitiendo no únicamente la secularización del poder sino el surgimiento de una gran variedad de cosmovisiones, i. e., de puntos de vista religiosos. Ello supuso que la legitimidad del poder perdía una de sus principales bases de sustentación, como era el que proporcionaba el discurso religioso único. 

La razón surgió como la principal candidata para sustituirla; algo que se verá sin disimulo en la revolución francesa. Quedaba inaugurado el ciclo de la Ilustración, como característica distintiva de la modernidad. La razón, en tanto elemento rector, lo abarcaba todo; desde la política hasta la medicina, la economía, etc., permitiendo un sorprendente aluvión inventivo. Rotos los lazos que sujetaban a la sociedad a la monarquía, nace el hombre libre y propietario. Es el tiempo del capitalismo industrial y de las entidades sociales envolventes; la nación, las clases, en lo principal. Pero, el que la razón abarcara todo, no quiere decir que la razón fuera todo. El propio Kant no incluyó en su producción teorías de los factores sociales, económicos y/o ideológicos que, nacidas de las sociedades, expliquen a los grupos sociales mismos. Es verdad que en Kant encontramos no el contenido de tales factores (lo que es como decir, el contenido del Estado y del sistema de leyes), pero el que distinguiera la forma de gobierno del modo de gobierno, nos dice que tenía plena conciencia de la importancia de tales factores. 

Con todo, la razón y el conocimiento científico logrado gracias a ella, no pudieron conocer realidades situadas más allá de su universo. Hablamos de un universo que en el cénit de la modernidad invisibilizaba todo lo que se encontraba fuera de ella, o del desconocimiento de aquellas realidades surgidas como derivaciones sistémicas, a causa de su propio desarrollo. De esa manera, por ejemplo, a la sociedad unidimensional de Marcuse le será ajena la diversidad, como será ajeno también para la kantiana racionalidad normativa del Estado, la erección de un sistema político extraño a esa misma racionalidad. Para este último, el “campo político” de Bordieu sintetiza bien el estado al que arribó ese devenir. En conjunto, el desarrollo de los factores invisibles, así como de los efectos no esperados o perversos del propio sistema, han erosionado al Estado moderno; sin mencionar en esta erosión el papel de la evolución del capital, desde los inicios de la mecanización de la manufactura, pasando por el industrialismo hasta llegar a la actual era digital. 

Más allá de ello, sin embargo, varios postulados de Kant mantienen vigencia; lo que significa que su importancia trasciende a la propia modernidad. La pregunta es ¿por qué? 

Llegado a los límites de la razón no lo queda al hombre, según Kant, sino creer en una idea (no en sentido platónico), ya sea ésta la de dios, del mundo, de la libertad. Creer en ella, como principio regulador para que, efectivamente, la acción del hombre tenga sentido. La idea de la libertad, por ejemplo, no es sino -dicho de manera gruesa- la de la emancipación de la mente respecto de la materia, permitiendo con ello el advenimiento de la conciencia. Es decir, posibilitando que la insociable sociabilidad del hombre, finalmente, se torne sociable. 

El autor es sociólogo y escritor