ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
El año que acaba de terminar está ya inscrito en la historia política de Bolivia como aquel en que se derrumbó el más prolongado régimen despótico que vivió el país.
El grupo que controló el gobierno por 13 años, 9 meses y 18 días cayó el 10 de noviembre pasado como producto de su incomprensión e impotencia ante la inédita movilización ciudadana de escala nacional que resistió pacíficamente la arbitrariedad, la soberbia y la violencia final con las que aquél buscó imponer un triunfo electoral manipulado, así como consolidar su vulneración de la Constitución y burlarse una vez más de la voluntad popular.
La inmoralidad de la aspiración continuista del ex oficialismo y la de sus procedimientos para materializarla llevaron a la población al hastío tanto como indujeron una sorprendente revitalización del espíritu democrático, que devino multitudinario e indetenible.
La memoria colectiva, esa que surge de la vivencia directa de los hechos y se inscribe en las retinas, fibras y corazones de protagonistas y testigos, guarda ahora el registro fiel de lo sucedido desde la noche del último 20 de octubre, día de las frustradas votaciones, y del desenlace antiautoritario al que tales acontecimientos llegaron. Esa historia definirá el porvenir cercano y germinará también en los anales de las nuevas generaciones.
Como Bolivia sabe, el derrumbe del esquema gubernamental que apostó a la prórroga indefinida fue resultado de su propio agotamiento, acelerado por la codicia y el embuste del pequeño círculo de poder –ahora fugado, asilado, prófugo o simplemente descalificado– que se aprovechó de los “movimientos sociales” a que decía representar.
Si bien hubo y habrá versiones ligeras o interesadas sobre lo ocurrido, tanto los cronistas contemporáneos de la historia inmediata como los investigadores que tomen al 2019 boliviano como su objeto de estudio serán siempre medidos por su rigor y honestidad intelectuales.
En esas dos categorías no entran, es obvio, periodistas como los que fabricaron “noticias” montando escenas filmables en las calles paceñas ni académicos, entrevistadores, instituciones o políticos militantes del exterior que, sin atender a información alguna o distorsionándola sin ruborizarse, optaron por reproducir clichés ideologizados. Y tampoco caben en ellas esos “analistas telescópicos” –denominativo dado por el uruguayo Eduardo Gudynas– que desde muy distantes gabinetes describen y hasta juzgan realidades que les son desconocidas.
La deformación deliberada de lo acontecido es, por ello, un grave riesgo frente al cual hay que andar precavidos, pues lo peor que puede pasarle a un pueblo es que le quieran robar, además de su libertad, la conciencia histórica. Vergonzosas maniobras de adulteración de la realidad se han dado en ese sentido durante el conflicto pos-electoral que atravesó recientemente el país.
El relato falsificador preparado al efecto se articula en torno a siquiera 5 ejes básicos: i) el encubrimiento, la minimización o la negación del fraude registrado, ii) la invención de un “cruento golpe militar” financiado internacionalmente, iii) la supuesta “interrupción” de la democracia, iv) la atribución de la violencia desatada a los adversarios y v) el fantaseo sobre la implantación de un régimen de violación de derechos. No será extraño que estos mismos elementos nutran el próximo discurso electoral de los que renunciaron al gobierno, que no tendrán otra cosa que ofrecer.
Pero debe tomarse nota de las “certezas” que sustentan tales argumentos, pues varias son más bien patéticas. Dicen, por ejemplo, que la Organización de Estados Americanos dio las bases para el “golpe” o que las cifras finales oficiales de la votación variaron radicalmente porque los últimos datos correspondían a zonas del todo favorables al ex gobierno. Afirman que fueron opositores venezolanos quienes sembraron el terror en La Paz y El Alto o que el ejército perpetró “ejecuciones extrajudiciales” y prácticas de necrofilia, pese a admitir, en este caso, que no hubo ninguna mujer muerta. Añaden que francotiradores disparaban desde edificios alteños, que muchos cadáveres fueron echados a barrancos o que otros eran arrojados (¿al mar, tal vez?) desde helicópteros que tiroteaban a la gente…
Se podría continuar con el resumen de ese tipo de aseveraciones contenidas en “informes” o declaraciones que circularon hace pocas semanas, pero es mejor no perder el tiempo. Todos los autores de esas historias –¡oh, casualidad!– están más o menos relacionados con los gobiernos de Venezuela, México, Argentina, los ex gobiernos de Ecuador y Bolivia, el canal de Nicolás Maduro (TeleSur) y el partido español Podemos, se trate de presuntos estudiosos del llamado “Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica” o de miembros de la patota de argentinos que se presentó como “delegación solidaria con el pueblo boliviano”.
En cualquier caso, lo que importa en verdad es la historia real que escribió la ciudadanía en Bolivia y su correspondiente marca indeleble en la memoria colectiva.
El año 2019 ya se fue y está llevándose consigo, al pasado, a personajes y falacias que, pese a todo, persisten en sus manotazos de ahogado.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov