“Una negra se vende por no necesitarla su dueño, de nación conga, como de 20 años con su cría de 11 meses, sana y sin tachas, muy fiel y humilde, no ha conocido más amo que el actual, es regular lavandera, planchadora y cocinera. En la Calle del Baratillo casa N 4 informarán”, señalaba la prensa española del siglo XIX, y de esta manera se procedía a la venta de esclavas y esclavos africanos.
“Ser boliviana de nacionalidad, y residir en la ciudad de Santa Cruz, tener entre 17 y 28 años de edad, haber nacido mujer, ser soltera y probar que no ha tenido hijos propios, poseer conducta moral intachable, ser delgada y poseer figura armoniosa, ser bonita de rostro y simpática de trato, poseer aceptable nivel cultural e intelectual, tener una estatura mínima de 1,68 m (sin tacos)”, señalaba la convocatoria de belleza para el concurso Miss y Señorita Santa Cruz 2021.
“Elección de la Miss MAS-IPSP”, en la ciudad de Santa Cruz, fue la convocatoria lanzada por la “Élite Juvenil del MAS-IPSP” que circuló hace unos días. El afiche llevaba la figura de una mujer rubia con un vestido bastante ceñido al cuerpo, que respondía a estereotipos más de orden colonial y patriarcal.
Salvando las distancias del tiempo, estamos ante casos en los que se da la cosificación de las personas. Es decir, convertir “cosa” a un ser humano. Eso es quitarle su subjetividad, su integralidad y su condición de humanidad. Lo que se resalta más bien, son determinados atributos como objeto. En el caso africano, la venta de esclavos y esclavas los convertía en objetos económicos y de servidumbre. Se daba un comercio inhumano, pero normalizado en la época.
En las convocatorias a certámenes de belleza, las mujeres se convierten en objetos sexuales, pues se proyecta la cosificación de la mujer a través del reforzamiento de patrones socioculturales y estereotipos de género que resaltan la concepción del cuerpo de la mujer y de la mujer misma como objetos. De igual manera, dicha cosificación se halla naturalizada y extendida en la sociedad.
Estos certámenes de belleza, en los que las mujeres compiten por ser la más hermosa, bajo parámetros impuestos por el patriarcado, son una forma de violencia simbólica y como tal son el acicate de otras formas de agresión hacia las mujeres. Las mismas concursan no precisamente para mostrar sus dotes intelectuales, o su liderazgo en la sociedad; sino para lograr el máximo nivel de idealización que se le da al rol femenino en la sociedad, ser “princesa”.
A la mujer no solo se le asigna un modelo de belleza, sino que, al darle el estatus de objeto erótico sexual, pasa a ser propiedad de un hombre en el contexto del matrimonio, noviazgo, enamoramiento. Es decir, se convierte en un objeto que es susceptible de ser poseído o desechado.
En el país queda mucho trabajo por realizar en este sentido: desmontar los estereotipos machistas y prácticas que impiden a la mujer protagonizar su propia vida sin los condicionantes de los roles de género previamente asignados por el patriarcado.
El reforzamiento del machismo y su naturalización, que hacen los medios de comunicación, la educación, la cultura dificultan romper con comportamientos, actitudes, hábitos y estereotipos, que se encuentran desde los primeros cuentos “inocentes” en los que la princesa, bonita, sumisa, débil, dependiente, tiene siempre que ser elegida, rescatada, sostenida por un príncipe y ser de su propiedad. Y en caso de que la “princesa” se rebele, decida ser libre, resuelva cortar relaciones tóxicas o violentas, quiera ser independiente y autónoma, el cuento de hadas se convierte en un cuento de terror, cuyo final es desolador, pues es arrojada de un duodécimo piso, o degollada, o acuchillada, o disparada, en definitiva, asesinada de las formas más horrendas e inimaginables.
Gabriela Canedo Vásquez es socióloga y antropóloga