ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Si algo visible consiguió la ronda de audiencias orales del pasado marzo sobre la demanda marítima boliviana en la Corte Internacional de Justicia (CIJ) es haber puesto el tema en la agenda pública chilena.
Como nunca antes, autoridades y ex autoridades del vecino país, así como sus principales medios informativos, se vieron en la obligación de referirse a este problema que, por lo general, hacen pasar inadvertido o más bien minimizan.
Los libros de historia nacional de Chile, por ejemplo, suelen dedicar escasos párrafos o apenas algunas líneas a la invasión militar de 1879 que, para los autores de varios de ellos, no fue sino un “incidente”. Sólo unos pocos más interiorizados llegan a hablar de la “Guerra del Pacífico” y son realmente excepcionales los que examinan los intereses que la provocaron o los beneficios que les deparó esa conflagración, la del salitre.
Es casi seguro, entonces, que buena parte de la población chilena recién se vio expuesta a un asunto que no está presente en su memoria colectiva. Pero, además, la mayoría de los que allí hablaron al respecto intentaron articular una posición común que era nada más un débil eco de los enrevesados argumentos presentados por los defensores de Santiago en los alegatos de La Haya.
No obstante, más allá de las opiniones vertidas –que dijeron que Bolivia busca inventar unos inexistentes compromisos para negociar, que no hay ningún asunto pendiente tras el Tratado de Paz y Amistad de 1904 o que el gobierno “indígena” de La Paz pretende proyectar una imagen de víctima frente a un presunto “abuso chileno”–, es evidente que se ha desatado en Chile una lucha por conquistar su opinión ciudadana.
La tensión a que ello condujo se retrató en el calificativo de “traidor a la patria” dado a Alejandro Guillier, candidato perdedor de las últimas elecciones presidenciales, quien el 12 de marzo planteó la posibilidad de un canje territorial con soberanía para Bolivia y que ya en 2006, al cierre en Antofagasta del congreso del Colegio de Periodistas de Chile que entonces presidía, había validado una declaración institucional de respaldo a la causa marítima boliviana.
Pues bien, esa incorporación del tema en la esfera pública de la nación trasandina y los llamados hechos en la Televisión Nacional de Chile para que también tenga espacios en la educación escolar son un efecto significativo de la acción internacional emprendida por el gobierno boliviano ante la CIJ, la cual quizá puede ser considerada la de mayor coherencia en sus más de 12 años de gestión.
No obstante, la consistencia de la documentada hipótesis en que tal acción se basa –que Chile se comprometió reiteradamente a negociar una salida soberana al mar para Bolivia y que ello da lugar a obligaciones jurídicamente exigibles– ni la exhibida en los alegatos del pasado mes serán suficientes para llevar al gobierno de La Moneda a la mesa del diálogo y menos con la “buena fe” para resolver el encierro geográfico boliviano.
Chile ya echó sus cartas: nada le obligará a negociar, no aceptará un fallo que considere injusto y no piensa ceder “ni un milímetro de soberanía”. Inclusive, el senador conservador Manuel José Ossandón dijo en TV que es hora de “mostrarles los dientes [a los bolivianos]”.
Ante tal panorama, ofrecer a los vecinos adelantar negociaciones o hasta restablecer relaciones diplomáticas es un triunfalismo anticipado carente de sentido. Más bien el gobierno necesita definir ya qué va a hacer después de La Haya.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.