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Opinión

Un palacio-prisión

13 de Marzo, 2018
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ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
El Palacio de Gobierno se convirtió en prisión para 4 de los 10 gobernantes que tuvo el país desde el restablecimiento democrático a fines de 1982: dos de ellos, conscientes de su situación,  reaccionaron; los otros dos, en absoluto. ¿El carcelero?, siempre el poder.

Al primer grupo pertenecen Hernán Siles Zuazo y Carlos Mesa Gisbert; al segundo, Gonzalo Sánchez de Lozada y Evo Morales Ayma.

Siles Zuazo, quien reinauguró la democracia, afrontó no sólo la mayor crisis inflacionaria de las últimas décadas sino un ataque cotidiano proveniente de múltiples frentes. Inviabilizado por un parlamento opositor, lo fue asimismo por la explosión de demandas sociales acumuladas y por la tenaz resistencia que le opusieron al unísono empresariado privado y organizaciones sindicales.

Abandonado hasta por sus aliados de la gobernante Unidad Democrática y Popular, Siles sobrellevó también un intento de golpe de Estado en que llegó a ser secuestrado. La circunstancia de acorralamiento general a que fue llevado provocó su decisión de acortar un año de su mandato y convocar a elecciones para 1985.

En 2005 Carlos Mesa tuvo que abandonar el gobierno en medio de una vasta inestabilidad política alimentada por los partidos que controlaban el congreso, los movimientos cívico cruceño y de los cocaleros así como por organizaciones sindicales.

Llegado a la presidencia por una sucesión imprevista en octubre de 2003 y carente de estructura partidaria, Mesa buscó gobernar con el apoyo de la “opinión pública”, que le fue insuficiente. Los mecanismos de la política consiguieron al final su renuncia.

Lo común de los gobiernos interrumpidos de Siles y Mesa, aparte del constante e insalvable acoso a que fueron sometidos (Mesa dio cuenta de su experiencia en el libro “Presidencia sitiada”), es que dimensionaron la magnitud de los hechos y sus dimisiones mantuvieron la institucionalidad democrática.

En el polo opuesto, de quienes perdieron el sentido de realidad, figura Gonzalo Sánchez de Lozada, cuyo segundo mandato duró poco menos de 14 meses al ser forzado a renunciar por una indetenible movilización social que cerró filas ante la irracional violencia estatal que en pos de recuperar el control dejó casi 70 víctimas mortales para octubre de 2003. El gobernante nunca asumió la gravedad del momento y su entorno inmediato se ocupó de convencerle de que todo iba bien y de que la democracia, con él, estaba más afianzada que nunca.

En su desconexión con lo que acontecía fuera de Palacio, Sánchez de Lozada bromeó diciendo que no renunciaría porque su esposa Ximena quería seguir como primera dama de la nación. La presión colectiva frente a sus políticas, que reunió en la “agenda de octubre” las demandas de nacionalización de los hidrocarburos, convocatoria a una asamblea constituyente e incorporación de un modelo autonómico, precipitó el desenlace.

Hoy Evo Morales, a 12 años de gobernar, se ha hecho esclavo del poder al haber resuelto perpetuarse en él a como dé lugar. Su entorno vicepresidencial, ministerial, parlamentario y mediático, huérfano de futuro al margen de su imagen, le pinta una fábula triunfal. Creyente en ella, Morales es el segundo gobernante en estos años que desconoce la materialidad de los hechos, aunque quizá aún pueda tener tiempo para reconducirse.

Lo común en estos dos últimos casos: ceguera + sordera del oficialismo = irrealidad.

Mientras, como símbolo de(l) poder o de su ausencia, el Palacio de Gobierno fue y ha de ser una prisión.

Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.
   
   
   

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