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Opinión

Trump - Estados Unidos: ¿De potencia mundial a banana country?

11 de Noviembre, 2020
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OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER

Hace una década habría sido impensable preguntar sobre la posibilidad de la conversión de Estados Unidos (EEUU) de potencia mundial a un país de poca influencia en el mundo. Sin embargo, el gobierno de Donald Trump, en cuatro años (2016-2020), junto a la convergencia de múltiples crisis a nivel global (cambio climático, crisis energética, crisis Integral provocada por la pandemia del coronavirus, principalmente) pone en vigencia la oportunidad de la pregunta.

Comencemos diciendo que el gobierno de Trump representó un ensayo de reacomodo de la élite de los grupos industriales y financieros tradicionales norteamericanos, dentro del proceso de modificación de la economía a nivel global. Estos minúsculos grupos, compuestos en lo fundamental por la industria del petróleo, las armas, las finanzas, las inmobiliarias, pudieron desplegar su ensayo porque un outsider de la política, como Trump, proveniente de sus propias filas, había competido con éxito en las elecciones primarias en el partido Republicano primero y luego en las elecciones nacionales de 2016. Así el proyecto tuvo un showman en la Casa Blanca, mientras que todos los demás -además del mismo Trump, claro- operaban tras bambalines, para convertir la administración gubernamental en un asunto de negocios privados. Ello debilitó los resortes institucionales del Estado, con efectos tanto internos como externos. Este debilitamiento afectó principalmente a la condición de potencia mundial de ese país y tuvo repercusiones en casi todos los aspectos del relacionamiento internacional.

Es propio de países que pueden considerarse potencia su condición de referencia en el mundo, con lo que tienen la posibilidad de contribuir positivamente a la gobernanza global y su impacto en lo económico, político, así como en el ordenamiento institucional, entre otros. Ello, no necesariamente gracias su poderío económico, ni a la imposición de políticas por medios militares, sino en lo principal por su capacidad persuasiva, para la adopción de políticas que puedan reportar algún beneficio a todos (aunque, como en toda relación internacional, siempre hay una parte que obtenga mayor beneficio que la otra, pero se trata que cada Estado logre maximizar, en el marco de la realpolitk, los grados de beneficio en provecho propio), ya sea en el plano de las relaciones bilaterales, regionales o globales. Y en estas relaciones el convencimiento tendrá su mayor respaldo, en el actuar de un país de referencia mundial. Esta condición no supone, en los tiempos que corren,  la exportación de políticas propias, sino el establecimiento de acuerdos económicos, políticos, comerciales, institucionales, de manera negociada.

Esto es así, porque en el período de la globalización, el tupido entramado que condiciona las relaciones internacionales es muy amplio. La globalización excede el ámbito de la economía, abarcando casi todos los aspectos de la vida de los países y en ese sentido la globalización ocupa casi todo el horizonte. Es cierto que en unas áreas (como la economía, el comercio, la salud) se manifestará con mayor intensidad que en otras, pero ello no desmiente la dirección que toma la tendencia del proceso histórico hacia una cada vez mayor integración, ya sea subregional, regional o mundial.

En este proceso, la capacidad persuasiva, entendida como un potencial que ofrece mayor alcance que la diplomacia por sí sola, es el recurso facilitador para vehiculizar los acuerdos. El clima favorable para la persuasión, además, viene dado por la condición de país de referencia, tanto a los ojos de los Estados como a los de las sociedades mismas (por ello, con la pandemia del coronavirus China, por ejemplo, ha perdido gran terreno a nivel mundial y no basta, para revertir estratégicamente esa tendencia, atenerse a su poderío económico, comercial, militar o a su, unas veces prepotente y muy rara vez, dialogal diplomacia). Son estas dos condiciones -calidad de referencia mundial y capacidad persuasiva por medios negociados- las que, en el tupido de las relaciones internacionales globalizadas, ayudan al mundo a dotarse de mecanismos de gobernanza global.

Pues bien, el gobierno de Trump ha contribuido de manera eficaz a entorpecer esas posibilidades para su país, al debilitar su institucional, así como de la comunidad internacional. En esta aparentemente irracional conducta han actuado, es cierto, los intereses del minúsculo grupo de superbillionarios -el 1% de la población mundial-, pero incluso en ese reducido grupo es posible reconocer subdivisiones e identificar aquellos que actuaron por intermedio de Trump. Como dijimos, se trata de los sectores más retrógrados, dada su actividad industrial petrolera y financiera, ligados fuertemente al sistema económico-productivo. En el caso de EEUU esta ligazón conlleva a su vez un amplio radio social de irradiación de su influencia, por medio del cual se expandió una mentalidad, una manera de entender el mundo.

El que el discurso de este outsider de la política hubiera suscitado el suficiente apoyo electoral el 2016 como para hacerse de la presidencia, hablaba del vasto alcance de ese discurso, explicable por la visión compartida en amplios sectores de la sociedad norteamericana. Queremos decir que la visión difundida por Trump se encontraba ya presente, aunque no de manera sistematizada, en sus receptores y así la idea de la supremacía blanca, por ejemplo, pudo despertarse desde la memoria larga de esa sociedad. A ello, claro, se sumaron los amplios descontentos acumulados contra el establishment político que en aquellas elecciones representaba la candidata demócrata, Hilary Clinton. De esa manera el menú estaba servido para que los outsiders de la política, en la Casa Blanca, pusieran la anti-política en acción, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones.

El denominativo de banana country fue expandido ampliamente a partir de la década de 1950 por los distintos equipos gobernantes norteamericanos para referirse a los países situados al sur del río Bravo. Un término despectivo, con el que el imperialismo norteamericano de entonces remarcaba la condición de nuestros países, dependientes y atrasados. El atraso se expresa en la casi nula capacidad de influencia internacional y en lo interno, en el pobre desarrollo institucional. Con instituciones extremadamente débiles (lo que hoy continúa vigente en Bolivia gracias, principalmente, a la entusiasta desinstitucionalización estatal impulsada por el partido de la delincuencia organizada, el MAS hoy nuevamente gobernante, entre el 2016 al 2019), la capacidad de planificación nacional, en todos los órdenes, se encuentra ausente. A cambio de ello destaca la improvisación como norma de conducta de los gobiernos, con la que la mayoría de la población de estas sociedades se encuentra habituada.

Si en algo ha destacado Trump fue en imprimir a su gobierno una alta dosis de imprevisibilidad, tanto en el plano interno como en el externo. Junto al debilitamiento institucional y la pérdida de influencia mundial, los rasgos de los países bananeros, a los que el desprecio norteamericano se refería cuando hablaba de Latinoamérica, ahora se aplica a la propia realidad estadounidense. Ironías del destino o no, lo cierto es que la derrota de Trump, en las elecciones pasadas de ese país, cierra un capítulo del proyecto ultra-reaccionario ensayado en el mundo por la minúscula porción de superbillionarios. El resultado de ese ensayo fue el debilitamiento norteamericano en el contexto mundial, así como la baja de la gobernanza global.

En este orden, el cierre de ese capítulo también puede considerarse como el inicio de uno nuevo, en el que luego que, después que se asiente el polvo levantado por el torbellino llamado Trump, los actores internacionales puedan reasumir la tarea de la recuperación de la institucionalidad internacional, inicialmente en los campos de la Organización Mundial de la Salud, el del acuerdo de París sobre el cambio climático o el acuerdo nuclear con Irán junto, claro, con el enfrentamiento a la crisis económica y alimentaria global que se nos aproxima.

Es verdad, por último, que la derrota del proyecto expresado por Trump no significa la pérdida de su vigencia en la sociedad norteamericana. El que ese país se encuentre dividido en porciones iguales, entre partidarios de ese proyecto y el de la recuperación de la institucionalidad democrática representada por Joe Biden en las pasadas elecciones, señala que la controversia continuará moviendo la vida política de esa hoy muy venida a menos, potencia mundial.

Omar "Qamasa" Guzmán es sociólogo y escritor 

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