
Dentro del calendario litúrgico de la Iglesia Católica el ciclo de la Navidad se cierra con la fiesta del Bautismo de Jesús. Para algunas personas este cierre es demasiado abrupto e incluso no respeta la cronología de los días navideños. En efecto, Jesús no fue bautizado siendo niño, sino únicamente circuncidado como se hacía según la Ley de Moisés. Recibió el bautismo ya en edad adulta con unos treinta o más años. A esta observación se responde indicando que el calendario de la Iglesia no pretende - y ni siquiera podría - seguir un orden cronológico exacto de la vida de Jesús. Pero, además, hay una relación profunda entre la Navidad y el Bautismo de Jesús que puede y debe iluminar la esencia de nuestra vida cristiana.
El bautismo que administraba Juan el Bautista consistía fundamentalmente en un baño simbólico. Los que deseaban ser bautizados se arrepentían públicamente de sus pecados. Luego eran sumergidos por Juan en las aguas del río Jordán y finalmente emergidos a la superficie para respirar el aire puro. Con ello se simbolizaba el propósito de limpiarse, de morir al pecado y de renacer a una vida nueva. De hecho el agua siempre ha sido el medio más comúnmente utilizado por el hombre para lavarse y limpiarse de la suciedad. Muchas personas de diversas clases sociales acudieron al llamado de Juan, recibieron el baño del agua y salieron reconfortados con la esperanza de cambiar de vida y poder ser agraciados por la gracia divina y liberados del terrible castigo que Juan había anunciado al profetizar la inminente llegada del Mesías enviado por Dios.
Jesús, aunque personalmente no había cometido pecado, quiso también bautizarse para cargar solidariamente con los pecados de su pueblo y de todo el mundo. Juan, si bien en un primer momento se resiste a bautizar a Jesús ya que conocía la inocencia de éste, sin embargo obedece la orden de cumplir con toda justicia (Mt 3, 15). Como premio de ese gesto supremo de humildad y solidaridad Dios revela públicamente la identidad de Jesús como Hijo suyo. En el momento de resurgir del agua, se abrió la bóveda del cielo, lugar donde según la cosmovisión judía habitaba Dios. Desde lo alto descendió sobre Jesús la Rúaj (Espíritu) Divina, visibilizada como una paloma y al mismo tiempo se oyó una voz que decía: “Éste es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3, 13-17). Con ello se daba a entender la misteriosa filiación divina de Jesús, simbolizada por el renacer de agua y de Rúaj Santa.
Este misterio se aclara poco tiempo después, cuando Jesús, en el diálogo con el magistrado Nicodemo, revela que el que no renazca de agua y de Rúaj, no puede entrar en el Reino de Dios. Jesús no se refiere a reproducir el nacimiento desde el seno de la madre terrena, tal como torpemente entendió Nicodemo, sino que habla de renacer del seno divino, adquiriendo así una nueva identidad. No es fácil entender este misterio sin la iluminación de la misma Rúaj de Dios que sopla donde quiere y cómo quiere (Jn 3, 5-8).
Por ello se comprende que el bautismo de Jesús, si bien a primera vista rompe el ritmo cronológico de la Navidad, en el fondo completa el nacimiento humano de Jesús como hijo de la Virgen María, mostrando su nueva identidad divina como Hijo de Dios. Además nos ofrece a todos los hombres la posibilidad de renacer a una nueva filiación divina más allá de los parentescos de la carne (Jn 1, 12). Debemos, pues, seguir viviendo y profundizando este espíritu navideño al menos hasta la fiesta de la Presentación de Jesús y de la Purificación de María, el próximo 2 de febrero, que viene a cerrar cronológicamente el ciclo de Navidad a los 40 días del nacimiento de Jesús según la Ley de Moisés.
Ojalá aprovechemos esa oportunidad que el Señor no da para comprender y vivir la gratuidad del amor con el que Dios nos ha amado: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. “En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano. Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio, que nos amemos unos a otros” (1 Jn 3).