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Opinión

Propiedad colectiva de la tierra: Del reconocimiento al despojo. Reacomodos y artilugios agrarios en Bolivia

25 de Febrero, 2025
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En Bolivia, el debate agrario viene siendo secuestrado por narrativas conservadoras que buscan desmontar logros históricos del movimiento indígena y campesino. Figuras como Branko Marinkovic y Chi Hyun Chung, posibles candidatos a la presidencia, han promovido discursos que cuestionan la existencia de las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) y la propiedad colectiva de la tierra, utilizando una retórica simplista que las vincula con el "fantasma del comunismo". Esta postura, más allá de ser ideológicamente manipuladora y de faltar a la verdad, ignora la base histórica y jurídica en la que se sustenta este tipo de propiedad, así como desconoce de golpe los derechos que la respaldan. Con estas posturas poco fértiles para generar un debate nacional fructífero en torno a la tierra en el país, se abona más bien a un campo minado para el diálogo.

Uno de los mayores errores de este discurso es presentar la propiedad colectiva como una imposición política, cuando en realidad es una conquista histórica del movimiento indígena y campesino, resultado de sendas batallas por alcanzar su reconocimiento como sujetos de derecho. Tampoco puede desconocerse que, desde la colonia hasta el siglo XXI, los pueblos indígenas han luchado por la restitución de sus territorios ancestrales, defendiendo la propiedad comunal, como un sistema de organización que garantiza la pervivencia cultural, social, política, económica, ambiental y espiritual de los pueblos; por ende, lo que está en cuestión es su propia existencia en tanto naciones y pueblos.

El reconocimiento jurídico de los territorios indígenas en este país, bajo la categoría de Tierra Comunitaria de Origen (TCO), no surge por capricho u obsequio de un gobierno de turno, es fruto del levantamiento indígena contemporáneo a través de pacíficas marchas y movilizaciones que lograron arrancarle al Estado su reconocimiento e instituir esta figura en la Ley INRA (Nº 1715) de 1996 y en su posterior modificación, la Ley de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria (Nº 3545) de 2006. Ambas normas establecieron los procedimientos para que los pueblos indígenas del país accedan a la tierra y regularicen su derecho propietario bajo largos y burocráticos procesos legales que, en muchos casos, terminaron por consolidar la propiedad privada de la tierra en manos de “terceros” antes que en las suyas. 

Pero ¿cómo se llegó a ambas leyes? Recordemos que en 1990 surge la Primera Marcha Indígena “por el Territorio y la Dignidad”, con esta movilización se planta el primer hito fundamental en la lucha reciente por el reconocimiento de los pueblos indígenas y la reconstitución de sus territorios ancestrales. Con la marcha, el Estado boliviano reconoció cuatro territorios indígenas mediante los Decretos Supremos 22609, 22610 y 22611, a saber: el TIPNIS (Territorios Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure), el TIM (Territorio Indígena Multiétnico), el TICH (Territorio Indígena T’simane) y el Territorio Indígena Sirionó.

La irrupción de los pueblos indígenas en la escena nacional marcó un punto de inflexión en la historia del país. Más allá de su impacto en el proceso agrario —al sentar las bases para el reconocimiento jurídico de sus territorios—, la marcha posicionó al movimiento indígena de tierras bajas como un actor central en la política boliviana de fin de siglo y comienzos del nuevo. Con ello, los pueblos históricamente invisibilizados de tierras bajas emergieron con fuerza, transformándose en protagonistas de un escenario político donde su accionar comenzó a sentirse con mayor peso en las decisiones nacionales.

Es de esta forma que, en 1994, en el marco de la Reforma Constitucional impulsada en el Parlamento Nacional, se modificaron dos artículos fundamentales para los pueblos indígenas. El artículo 1 reconoció oficialmente la condición pluriétnica y multicultural del país, mientras que el artículo 171 incorporó la figura de la Tierra Comunitaria de Origen (TCO). Este reconocimiento representó un logro histórico en la garantía de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, consolidando su derecho a gestionar colectivamente sus tierras y fortaleciendo su autonomía en la administración de sus territorios ancestrales.

La Segunda Marcha Indígena, de 1996, consolidó estos avances al demandar un marco legal que protegiera sus derechos, situación que derivó en la promulgación de la Ley INRA, la cual estableció el procedimiento para la titulación de tierras indígenas, garantizando el reconocimiento de la propiedad colectiva como un derecho fundamental. 

Posteriormente, el año 2009, con la nueva Constitución Política del Estado, resultado del proceso constituyente y ratificada por el pueblo boliviano, esta figura se fortalece bajo el concepto de Territorio Indígena Originario Campesino (TIOC), reafirmando la importancia de la propiedad colectiva como un pilar fundamental en la organización territorial del Estado Plurinacional de Bolivia. 

Sin embargo, en la actualidad, este derecho se ve amenazado por una narrativa que busca deslegitimar su relevancia y significado, presentándolo como una barrera para el desarrollo o un vestigio de ideologías foráneas. Esta visión reducida ignora que la propiedad colectiva es, en esencia, un mecanismo de protección territorial que ha permitido la conservación de recursos naturales, la protección del equilibrio ecológico y, en definitiva, la perpetuidad sociocultural de comunidades que históricamente han sido marginadas y despojadas de sus tierras.

Ahora bien, el intento de asociar la propiedad colectiva con el “fantasma comunista” es una distorsión malintencionada que ignora la realidad nacional. Lejos aún de ser un Estado socialista o comunista, en Bolivia sigue vigente un modelo económico altamente extractivista, condescendiente con el mercado internacional de materias primas, la matriz colonial y republicana poco o nada ha cambiado.

Las políticas de apertura comercial, los incentivos a la agroindustria y la expansión de todas las fronteras extractivas son evidencia clara de que el país está todavía lejos de cualquier modelo de socialismo y mucho más del comunismo. Sin embargo, sectores conservadores insisten en reciclar esta narrativa porque encaja dentro de la retórica promovida en la región por figuras como Javier Milei y Jair Bolsonaro, quienes buscan desacreditar cualquier medida de regulación territorial o redistribución de la tierra bajo el argumento de una supuesta “amenaza comunista”. 

En este contexto, lo que realmente está en juego no es un debate ideológico, sino el control y la concentración de la tierra en manos de grandes intereses privados, a costa de los derechos históricos de los pueblos indígenas y comunidades campesinas. A la par de este discurso negacionista, se promueven proyectos de ley que buscan suspender las verificaciones de la Función Económica Social (FES) y la Función Social (FS), permitiendo que tierras en desuso permanezcan en manos de grandes propietarios sin riesgo de reversión; o peor aún, consolidar aquellas tierras habilitadas con los incendios sin tener que demostrar su uso. Este tipo de propuestas no benefician al productor agrícola pequeño, ni mucho menos al indígena, sino que fortalecen un modelo de concentración, acumulación y especulación de la tierra, protegiendo los intereses de los grandes propietarios.

El argumento de que la FES es un obstáculo para la seguridad jurídica y la inversión no tiene fundamento; es un simple artilugio. La verificación de la FES no impide la inversión agropecuaria, sino que garantiza que la tierra cumpla su función productiva y no se convierta en un bien especulativo. Suspender la FES solo contribuiría a profundizar la desigualdad en la tenencia de la tierra y debilitar los mecanismos de redistribución agraria que han permitido a miles de comunidades indígenas y campesinas acceder a su derecho fundamental, como lo es la tierra. Esto no implica defender el acaparamiento de tierras por parte de sectores cercanos al gobierno, que, amparados en su influencia política y el respaldo de las instancias estatales de turno, también avasallan y concentran tierras con el propósito de negociar y vender.

Los defensores de la eliminación de la FES y la FS argumentan que su existencia frena el desarrollo y que casi ningún país cuenta con este tipo de mecanismos. Sin embargo, esta afirmación es inexacta y distorsiona la realidad. Existen múltiples modelos de regulación agraria en el mundo que establecen condiciones para la tenencia de la tierra, asegurando su uso productivo y evitando la especulación. Países como Brasil cuentan con procesos de fiscalización del uso de la tierra, mientras que en Europa se aplican políticas de subsidios y regulaciones estrictas para evitar el acaparamiento de tierras sin explotación. En Bolivia, la FES, no solo busca evitar la concentración de tierras improductivas, sino que se constituye en una herramienta fundamental para garantizar el acceso a la tierra por parte de comunidades indígenas y campesinas, promoviendo un equilibrio en la estructura agraria, en la tenencia de la tierra y asegurando, sobre todo, que la tierra cumpla un rol social y económico en beneficio de toda la sociedad.

Esta narrativa también refleja un desprecio histórico hacia lo indígena y campesino, instrumentalizando su existencia de forma conveniente. En el pasado, se negó su reconocimiento como sujetos de derecho, con capacidades políticas y de gestión sobre sus territorios; hoy, cuando ya no es posible negar su existencia, se los utiliza como piezas de un juego de poder. De manera maliciosa, cual objetos, se los “mete a todos en una sola bolsa” uniformizándolos a todos como "interculturales" aliados al gobierno, y, cuando esa retórica no funciona, se los muestra como "obstáculos para el desarrollo", según los sectores empresariales y el propio gobierno.

El problema no es solo la intencionalidad política de este discurso, que busca responsabilizar a los pueblos indígenas del atraso del país e incluso de los incendios en la Amazonía boliviana. Más preocupante aún es cómo sienta las bases para una regresión en la normativa agraria, facilitando un nuevo proceso de despojo territorial bajo el pretexto de la crisis económica y ambiental. En el fondo, es un retroceso al pasado, donde el sujeto indígena solo es aceptado si no cuestiona el poder y se limitan a un rol netamente simbólico y ornamental, una contradicción evidente en un Estado que se proclama Plurinacional.

Si se permiten que estas ideas avancen, Bolivia enfrentará una crisis agraria sin precedentes. La eliminación de la propiedad colectiva y la desregulación del uso de la tierra no solo favorecerán a los grandes latifundistas, sino que también debilitarán la estructura productiva del país, aquella que sostiene la economía popular y abastece los mercados donde compra la mayoría de la población. Es esta producción la que garantiza alimentos accesibles en la mesa de las grandes mayorías, a diferencia de cultivos como la soya o la carne, orientados a los mercados internacionales. La desregulación agravaría la inseguridad alimentaria, ya que concentrar la tierra en pocas manos no asegura un abastecimiento equitativo ni el desarrollo sostenible del sector agropecuario.

La historia ha demostrado que cuando la tierra se concentra en pocas manos sin regulación efectiva, se incrementan los conflictos agrarios, tal como ha sucedido en otras regiones de América Latina, dejando como saldo altos niveles de desigualdad en la tenencia de la tierra. 

En Bolivia, la implementación de la propiedad colectiva ha sido clave para evitar la expansión descontrolada del latifundio y asegurar que la tierra se mantenga en función de la producción y el bienestar de las comunidades. La pretendida eliminación de la propiedad colectiva de la tierra, abre la puerta a la especulación y el acaparamiento por parte de sectores privilegiados ―como los agroindustriales― no sólo por la cantidad de tierras en sus manos, sino por las políticas de Estado que subvencionan a este sector, ensanchando aún más la brecha con los pequeños productores y comunidades indígenas. 

Preservar la propiedad colectiva es esencial para garantizar el equilibrio y la equidad en la distribución de los recursos agrarios del país. Su eliminación y la desregulación del uso de la tierra no solo beneficiarían a los grandes poseedores de tierras —los latifundistas que aún persisten en Bolivia—, sino que también aumentarían la exclusión y los conflictos en el agro, generando disputas territoriales y debilitando la seguridad alimentaria. La creciente concentración de tierras, el impacto ambiental del modelo extractivista y la presión sobre los territorios indígenas demandan respuestas inclusivas y sostenibles. En este contexto, la propiedad colectiva sigue siendo un pilar fundamental para garantizar una distribución equitativa de la tierra, evitar la especulación y preservar el equilibrio social, económico y ambiental del país.

El acceso y uso de la tierra en Bolivia no puede ser tratado de manera aislada, ni puede ser reducido a un enfrentamiento ideológico, tampoco puede seguir siendo monopolizado por sectores políticos, económicos o técnicos que buscan imponer narrativas parciales. La discusión sobre este tema NO debe partir de una confrontación, sino que debe ser abierta, franca y en diálogo con todos los actores implicados: comunidades indígenas y campesinas, productores agrícolas, organizaciones sociales, académicos, técnicos y el Estado, que consideren como premisa los derechos históricos de las comunidades indígenas y campesinas, así como los desafíos estructurales que enfrenta el agro en el país.

Hoy más que nunca, la disputa por la tierra y la propiedad agraria exige la apertura de un DIÁLOGO NACIONAL POR LA TIERRA, donde se debata de manera colectiva el cumplimiento de la Función Económica Social y la Función Social y se establezcan mecanismos para garantizar la sostenibilidad ambiental, social y cultural de la tierra en Bolivia. Este debate debe reconocer que la propiedad privada no puede negar la importancia estratégica de la propiedad colectiva en el país. Bolivia necesita una política agraria integral que proteja los derechos históricos de los pueblos indígenas y campesinos, al mismo tiempo que garantice un uso responsable y equitativo del territorio, respondiendo a los desafíos del presente y del futuro.

El autor es abogado del CEJIS