La segunda vuelta electoral en el Perú ilustra muy bien alguna de las características socio-políticas común a toda América Latina. El dilema electoral entre Pedro Castillo de “Perú Libre” (supuestamente de izquierda) y Keiko Fujimori (definitivamente de derecha) de “Fuerza Perú” se dilucidará en un contexto mayor en el que, a su vez, una minoría electoral respaldó, en la primera vuelta, a uno y otro candidato (19% a Castillo y 13% a Fujimori). Contexto en el que también destacan las consecuencias negativas provocadas por la pandemia del coronavirus (covid-19) en todas las áreas. Se trata, al mismo tiempo, de una característica de nuestro continente que, a su vez, testimonia la existencia de un otro dato de mayor envergadura, como es el referido a la gran importancia que tiene el pasado ancestral.
Precisamente es esta complejidad conformada por la presencia de un lejano pasado actuando en condiciones contemporáneas, la que destaca en la situación peruana. Tal es así que bien puede escribirse que con el día después de la segunda vuelta electoral del 6 de junio próximo, la crisis peruana habrá ingresado a una nueva etapa. Esto significa que tanto las contradicciones múltiples no resueltas desde muy lejanos tiempos, como la debilidad electoral de ambas candidaturas, continuarán su desarrollo.
Antes de seguir precisemos algunos supuestos de este artículo. El primero se refiere al tiempo y a la historia en Latinoamérica. En este continente la historia se encuentra conformada por contradicciones (culturales, sociales, económicas, regionales) no resueltas a lo largo del tiempo. Estas contradicciones lejanas han dado nacimiento a nuevas contradicciones, con las que han terminado articulándose y condicionando, de esa manera, al presente. En lo que nos interesa -la cultura política- no se puede negar que los sectores marginales, particularmente del área rural, se han mostrado como portadores de una cultura política no democrática. En segundo término, asumimos la política como una propiedad de la sociedad; propiedad que transcurre tanto por el ámbito superestructural e institucional del Estado, como por el de la cotidianeidad del ciudadano de a pie. Es la manera con la que se mueve en este último escenario la que determina, incluso, la política nacional.
Al igual que en la mayoría de nuestros países, también la abigarrada sociedad peruana presenta una débil articulación interna. Los signos de la diversidad que dificultan una consistente articulación nacional se refieren, pues, a contradicciones históricas y estructurales no resueltas. Por ello tenemos polaridades formadas por los binomios mundo urbano – mundo rural, marginados – incluidos, ricos – pobres, derecha – “izquierda”. Tempranamente las contradicciones anotadas han evolucionado hasta constituirse en el sustento del ordenamiento estamental de las sociedades latinoamericanas. Por medio de este modelo de organización social se han reproducidos los elementos de la división social, cultural, económica, política, etc.; y ello, pese a la presencia de diversos regímenes y discursos ideológicos que pasaron por el poder. Las olas de modernización que se han sucedido no han modificado esos cimientos, los cuales se manifiestan en cada período de crisis, condicionando el presente.
En medio de esas contradicciones se mueve la vida política de la sociedad peruana. En ésta, en lo institucional, destaca la debilidad de un sistema político, poco capacitado para mediar con eficacia entre la sociedad y el Estado. Un sistema político corrupto, en el que los últimos cinco presidentes han terminado su mandato enfrentados al poder legislativo y acusados por corrupción. La corrupción, a su vez, ha salpicado al poder judicial, al poder legislativo y a los demás poderes subnacionales. De esa manera quedó promovido el descrédito de estas instituciones, ante los ojos de la ciudadanía, ocasionando su deslegitimación social. Por tanto, la debilidad del sistema político institucional, para enfrentar la complejidad de la situación que conlleva esta segunda vuelta, es algo más que un mero contratiempo del sistema electoral.
La baja concentración del voto mostrada en la primera vuelta electoral adelanta una de las consecuencias que tendrá esta segunda vuelta. Sea quien fuere el partido ganador, este tendrá una debilidad social; debilidad que se sumará a la reducida representación parlamentaria obtenida en la primera vuelta. El panorama pre-electoral que contextualiza la segunda vuelta configura, desde ya, una difícil situación política para el ganador.
Puede decirse que esa situación refleja el poco entusiasmo que logran levantar los candidatos Castillo y Fujimori. De todas maneras y a pesar de ello, hay una diferencia entre una y otra opción. Ello, incluso más allá de las coincidencias que ambos candidatos muestran. Que Fujimori representa una candidatura antidemocrática, ligada al crimen organizado, no es algo de lo que la mayoría de la población peruana dude, como tampoco lo es que Pedro Castillo represente la antidemocracia, en su versión de “izquierda”. Desde ya, este candidato mismo se ha encargado de dejarlo muy en claro. En efecto, en varias declaraciones de prensa dijo, en resumidas cuentas, que durante su gobierno no habrá independencia de poderes, que serán destituidos el Fiscal General y toda la cúpula del poder judicial y que será modificada la Constitución Política del Estado (es decir, adecuada a los requerimientos totalitarios de “Perú libre”). Como sabemos en Latinoamérica, la falta de contrapesos y controles institucionales favorece al rápido desarrollo de la corrupción estatal.
Aunque ambas candidaturas representan posibilidades antidemocráticas, las perspectivas que cada uno ofrece son diferentes. Es verdad que las coincidencias, a corto plazo, parecen borrar esas diferencias, pero a mediano plazo -para el caso, menos de una gestión de gobierno, claro- aquellas diferencias pueden dar lugar o a la constitución de un régimen totalitario y corrupto, o a la continuidad de un régimen igualmente corrupto y antidemocrático, pero sin llegar al extremo del totalitarismo.
En estas condiciones conviene preguntarse por las motivaciones que alientan a los votantes de uno y otro candidato. En términos generales diríamos que predomina en unos (los de Castillo) una gran dosis de sed a revancha, y en los otros (los de Fujimori) un enorme miedo a la pérdida de la libertad. Al inicio de estas líneas decíamos que la segunda vuelta electoral en el Perú refleja una notoria característica latinoamericana; la de la importancia que asume el pasado ancestral. Ahora añadamos que la acumulación, durante siglos, de resentimiento causado por la marginación que conlleva la inequitativa redistribución de la riqueza ha sido una constante, con más o menos diferencias, en nuestros países, a pesar de todos los modelos de desarrollo aplicados, bajo diversa orientación doctrinaria. Por ello, los debates programático, ideológico o político no tienen mayor importancia, en esta fase del proceso electoral peruano, como para subordinar rencores y miedos a una reflexión serena acerca del futuro que espera a las libertades democráticas, bajo la eventualidad de un gobierno de Castillo o de Fujimori. Incluso la posibilidad de atraer a nuevos votantes pasa, hoy por hoy, por el filtro del rencor y el miedo.
El pasado, pues, en sus diferentes niveles de profundidad en el tiempo (ancestral o moderno) se actualiza en el presente. Lo hace, claro, en medio de las circunstancias que éste fija, pero determina las nuevas condiciones en las que deberá proyectarse el presente hacia el futuro. La pregunta de que si la sociedad peruana deberá defender, en el futuro inmediato, el respeto a las libertades democráticas o si deberá luchar por la recuperación de la democracia confiscada por un régimen totalitario, sólo podrá responderse, en síntesis, pasada la segunda vuelta electoral.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo