ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Hace ya buen tiempo que el periodismo boliviano atraviesa uno de sus momentos más penosos. Su presencia, significado y utilidad se han relativizado notablemente.
Entre las causas de esta situación figuran el síndrome de intolerancia de que padecen las autoridades políticas, el acomodamiento de muchos dueños de órganos informativos, la insolvencia profesional de no pocos periodistas noveles y la proliferación de prácticas improvisadas en los medios, conjunto que no puede sino dar resultados inocuos y mediocres.
Casi no se halla en el periodismo actual espacios efectivamente informativos, que den cuenta integral de los hechos, los sigan en su desarrollo, desenlace y conexiones, profundicen en sus antecedentes y consecuencias, aporten datos consistentes y elementos de juicio plurales o hasta rescaten temas de las penumbras.
No hay un periodismo interpelador; sólo uno repetidor de los dichos insistentes de fuentes que se reiteran y abusan de su circunstancial posición de poder para convocar a los medios noticiosos cuando se les antoja, seguras de que algo de lo que manifiesten va a tener que ser publicado.
El “entretenimiento informativo” (farándula + crónica roja + estilo sensacionalista), acríticamente adoptado primero por la televisión comercial, se ha apropiado de una mayoría mediática y se complementa con la propaganda oficial intensiva que ofrece simulacros unilaterales de realidad. A ello se suma el supuesto “periodismo ciudadano” en que cualquiera, gracias a un “teléfono inteligente”, se cree capaz de producir contenidos noticiosos aunque termine imitando los males cotidianos de los medios.
Quien quiere informarse, entonces, se encuentra en la indefensión. Los escasos oasis para el ahondamiento informativo, generalmente presentes en medios escritos, son algunos textos –qué ironía– no elaborados por periodistas sino por colaboradores de otras procedencias. La investigación periodística es excepcional y, hasta ahora, no pasa de ser eso.
El periodismo actual se mueve sin referencias, carece de referentes y está por dejar de ser referencia. El desconocimiento de la historia, inclusive de la reciente, sale a relucir con frecuencia. Es un periodismo con Alzheimer. Los modelos de quienes se están formando para ejercer la profesión son eso, modelos, pero de pasarela, que no distinguen lo “sublime” de lo “subliminal” ni lo que es “agrandar la familia” de lo que es “engrandecerla”. Y así, lo que diga el periodismo va perdiendo sentido, deja de ser tomado en cuenta, cae en la irrelevancia.
Esa banalización profesional, expresada en la sola telegenia, el tamaño del escote o la minifalda, la entrevista sin preparación, la opinión poco informada o la habilidad para moverse al ritmo del reggaeton o el salay, entre otros rasgos, evidencia que un periodismo sin periodistas está haciéndose cargo de la escena.
El periodismo le teme a la pregunta, recibe dictados o refríe la “nota de prensa” institucional. Y aquel mínimo que se atreve a interrogar no obtiene respuesta o es llevado al paredón del descrédito público.
Todo esto contribuye a la afanosa centralización oficial de la opinión y a la perversa gubernamentalización del espacio público que hoy pretenden definir los parámetros de la “verdad” única.
Es, pues, hora de restablecer el periodismo en serio para que esté otra vez a la altura de la ciudadanía. Y hay que enterrar en el más profundo olvido el anti-periodismo, remedo incoloro e insonoro que satura los medios en estos días.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.