OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER
La más importante adquisición que hemos logrado hasta ahora, en el enfrentamiento a la pandemia del coronavirus (covid-19), es la toma de conciencia del valor de la solidaridad. No importa que esta aceptación se base en el interés egoísta para cuidar nuestra propia salud y, en definitiva, nuestra vida. La solidaridad no solamente se aplica a las relaciones interpersonales, sino también a las relaciones entre Estados, por lo que se trata de la constitución de un principio general. Incluso en los casos de ausencia de Estado, la misma población desarrolla muestras de solidaridad, traducidas en acciones para, entre todos, protegerse frente al covid-19. Por ello resultan hirientes las acciones que no sólo impiden toda muestra de solidaridad, sino que lo hacen sabiendo que se despoja a la población de las últimas posibilidades de protección frente al covid-19. Precisamente esta práctica incalificable es la que lleva adelante el gobierno de Daniel Ortega, en Nicaragua.
La solidaridad tiene tan elevado valor que le hemos asignado, porque permite unir esfuerzos y así no únicamente potenciar cada esfuerzo individual, sino crear un esfuerzo superior, incluso más que la suma de los esfuerzos individuales. Por otra parte, en todo grupo social la solidaridad otorga un sentido de protección, de seguridad y de certeza a sus integrantes, en tiempos de crisis como los que vivimos. Estos últimos aportes de la solidaridad son ya de por sí importantes para la sociedad, debido a que se contribuye en una poderosa herramienta para combatir el pesimismo y el sentimiento de abandono. La falta de solidaridad, al contrario, además de incentivar elementos perversos como el pesimismo, el sentimiento de abandono, también afecta, en un momento dado, a quienes se cierran a ser solidarios. Ello quedó testimoniado cuando la cabeza de la Unión Europea, tuvo que disculparse públicamente ante Italia, porque ese organismo no socorrió oportunamente a Italia.
Se supone que el Estado es el summum de la sociedad y, en el razonamiento de la solidaridad que estamos siguiendo, diríamos que desde cierto punto de vista llega a ser el primer referente institucional, general, en cada país, donde se afinca la posibilidad de la solidaridad. En la reflexión sobre el Estado, algunos tenían la idea, en el pasado, de esta institución como la de un padre. Aunque no estamos de acuerdo en absoluto con ello, la metáfora nos puede ser útil para referirnos al pueblo de Nicaragua en el actual trayecto de la vida, marcado por la pandemia del covid-19.
Imaginémonos a un padre de familia abandonando a sus hijos en el momento en el que la amenaza de un peligro se hace realidad y quien luego, después de 34 días de ausencia, regrese no para preguntar siquiera cómo se encuentran, qué necesitan, sino para hablarles de platillos voladores y extraterrestres. Esa incalificable conducta es la que sirve a Daniel Ortega para enorgullecerse frente a su población. Como si la prolongada ausencia no hubiera sido suficiente insulto, en su reaparición pública no tuvo mejor ocurrencia que hablar de la carrera armamentista en el mundo y de lo letal que resultan las armas para la vida humana.
Pero la sociedad nicaragüense es, como lo sería toda sociedad si tuviera semejante tropa de enajenados en el gobierno, superior al puñado de los delincuentes de Ortega y compañía que les “gobiernan”, por lo que ha tomado sus propias iniciativas para protegerse de la pandemia. Auto-organizada alrededor de activistas civiles, de la iglesia, de grupos de médicos, llama a mantenerse en cuarentena, a no salir de casa, a usar mascarillas en lugares públicos, a mantener el distanciamiento físico; todo, para evitar el contagio. Y en este solitario esfuerzo, huérfanos de “su gobierno”, de “su” Estado son, además, agredidos por bandas de malvivientes actuando muchas veces en el papel policías; sin mencionar ya el permanente hostigamiento o ridiculización de las que son víctimas.
En toda sociedad, principalmente en las que presentan un débil desarrollo estatal, ante la ausencia de Estado en momentos de crisis, como el creado por la pandemia, los requerimientos sociales son asumidos por la propia sociedad, por medio de su auto-organización. Ello sucede en las villas marginales de Buenos Aires, en algunos barrios residenciales de la zona sur de La Paz, en ciertas zonas en El Alto (porque el gobierno inexplicablemente vacila en encapsular las zonas en las que la cuarentena es poco menos que una burla) y por supuesto, en Nicaragua. Apuntemos brevemente algunas consideraciones al respecto.
La imagen de “ausencia de presencia de Estado” se refiere en lo principal al ejercicio de la determinación del Estado, en su relación con la sociedad. Esta relación tiene lugar sobre un territorio en el que la población no es sujeto pasivo. Con frecuencia presenciamos períodos en los que es la sociedad la que desarrolla su determinación sobre el Estado; es decir, sus pulsiones estatales (y la auto-organización para resolver problemas sociales es una de ellas) logran determinar al Estado y entonces, en el tiempo inmediatamente después a ello hablamos de reformas estatales (aunque, por supuesto, las reformas estatales no solamente provienen de las pulsiones de la sociedad; pero ese es otro tema). Lo interesante de la actual crisis es que la sociedad experimenta una suerte de conversión más estatal que social, exigiendo y proponiendo a su Estado nuevas iniciativas estatales. En casos extremos, vimos, es la sociedad la que asume esas obligaciones. Por tanto, diríamos, que es la incapacidad del Estado en garantizar su propia soberanía o determinación, en algunos bolsones de la sociedad, la que lleva a que estos sectores sociales asuman sus propias pulsiones estatales y las imponga en su espacio territorial.
Este rodeo nos sirve para valorar en alto grado el esfuerzo que hace el pueblo de Nicaragua, para enfrentar sola la pandemia. Pero está claro que por más sacrificios que haga esta sociedad y a pesar de las más diversas iniciativas que tome, ese esfuerzo tiene sus limitaciones. Estas limitaciones están dadas por la obstrucción que ejerce su mismo Estado. No sólo por el hostigamiento a toda iniciativa sino porque con esa oposición se priva a todo un país de la disposición de los canales institucionales, que le permita un relacionamiento internacional en la materia. Pensamos principalmente en el soporte que la Organización Mundial de la Salud (OMS) o el Fondo Monetario Internacional (FMI) pudieran prestarle para hacer posible un mejor equipamiento de los servicios de salud, a fin de afrontar la tormenta sanitaria mundial ya en curso.
Por ello, a la hora de la solidaridad, como valor adquirido en la conciencia humana, la comunidad internacional no puede continuar manteniendo una actitud tibia, respecto a la conducta abiertamente criminal de Ortega. Más allá de cualquier consideración doctrinal, ideológica o política, lo importante es pues complementar los enormes esfuerzos de la sociedad de Nicaragua, con las políticas a nivel mundial en la lucha contra el coronavirus. Que la presión internacional, en estos tiempos, puede tener efectos positivos, lo muestra la rectificación de las cifras de fallecidos por el covid-19, que se vio obligada de introducir la ciudad china de Wuhan.
Omar Q. Guzmán es sociólogo y escritor