ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
La argucia legal ha terminado por suplantar a la política en Bolivia. La ruptura del pacto constitucional consumada a fines del pasado año para viabilizar la requete-reelección del gobernante es la mayor obra del oficialismo en tal sentido.
Esto que comenzó con la pragmática modificación de la ley de convocatoria a la asamblea constituyente en 2007 y tuvo otros momentos relevantes –como la declaratoria de intangibilidad del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure en 2011 y su reciente levantamiento en 2017– se ha convertido ya en una marca distintiva del accionar del grupo en el poder.
La instrumentalización de las normas, en un contexto así, tiene al menos dos funciones complementarias: establecer aquello que se desea someter a control y, ante todo, asegurar el logro de los objetivos de corto y mediano plazo de quienes definen los contenidos y alcances de las reglas.
La ley, en consecuencia, queda reducida a una herramienta de(l) gobierno, lo que cambia radicalmente su naturaleza y propósito, ya que más bien debiera haber sido la base rectora de la labor gubernamental y de los comportamientos de sus circunstanciales operadores. No obstante, una vez que la Constitución misma resultó objeto de interpretaciones acomodaticias de beneficio urgente para los transitorios poderosos, esa desaprensiva práctica alcanzó su punto culminante y selló una profunda e insalvable ruptura de los principios y el orden democráticos.
En términos coloquiales, se puede decir que la “chicanería” –con sus piruetas argumentales y otras estratagemas semejantes propias de los leguleyos– se ha instalado en el nivel estatal como componente aceptado y defendido de la nueva institucionalidad desplegada a partir de la carta fundamental ahora violentada.
“Cuando los abogados me dicen es ilegal, yo le meto nomás y les digo métanle nomás, y después lo legalizan; para eso han estudiado\", afirmó el señor Evo Morales en Sucre el 28 de agosto de 2008, declaración cuyo valor constatativo del modo de hacer oficial es hoy más que pertinente.
Si la política debiera ser la gestión racional, transparente y participativa del bien colectivo, su sustitución por un conjunto normativo de oportunidad que una cúpula fija, interpreta y aplica de forma discrecional deviene una pérdida de fondo para la posibilidad de la convivencia social a la vez que representa una severa amenaza de anomia.
Pero esa producción legalista ad hoc y su consiguiente uso desde y en pro del poder no sólo promueven la exclusión de la política sino que traen aparejada la inutilización del voto como fuente y medidor de legitimidad. En otras palabras, la suplantación de la política conlleva la prescindencia provocada de la ciudadanía y su reemplazo por formas nominales subordinadas (como los mal llamados “movimientos sociales”) que presuntamente expresarían a sectores de la colectividad.
La creciente apuesta oficialista por el gobierno basado en la imposición de normas, el “rodillo” parlamentario y un aparato judicial condicionado sólo reproduce, con pequeñas variantes, otras fallidas experiencias que transitaron la política boliviana, cada vez más vacías de país y apenas preocupadas en preservar ciertos intereses corporativos.
A la vez, esa opción evidencia una peligrosa cerrazón frente a la necesidad de los consensos: “Misión cumplida”, dijo Morales el pasado 16 de diciembre al confirmar su quinta candidatura presidencial consecutiva y agradecer por ello a sus abogados.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.