23 de marzo, 2023 - 16:39
GABRIELA CANEDO
“Entonemos la
canción del mar, del mar, del mar” o “recuperemos nuestro mar, recuperemos el
litoral” son las estrofas que resonarán hoy, 23 de marzo, como cada año en las
escuelas y colegios, rememorando la pérdida del mar, en aquella fatídica Guerra
del Pacífico iniciada en 1879. De ella nos queda sellada en la historia el
valiente héroe Eduardo Abaroa que se enfrentó a las tropas chilenas y su frase
icónica: “¡Que se rinda su abuela, carajo!”, ante la exhortación a que
capitule.
La guerra es una constante en la historia de la
humanidad, como bien rescata Irene Vallejo, retomando a Homero, “que antes se
cansan los seres humanos de comer, cantar, bailar y festejar que de hacer la
guerra”. Desde el surgimiento de los Estados-nación, la identidad nacional ha
cobrado fuerza y curiosidad a ser explicada, pues una suerte de pertenencia e
identificación territorial es capaz de ser defendida a capa y espada, en nombre
de la patria.
Tanta guerra nos ha hecho olvidar lo común que
tenemos: la humanidad y ahondar en las diferencias e identidades sórdidas e
inútiles que se expresan en la construcción de fronteras, linderos, hitos que
nos dividen, y que hacen que surjan los nacionalismos, chovinismos y
fanatismos. Asuntos territoriales, la defensa de demarcaciones y fronteras
nacionales llevan, fusil en mano, a matar. Las guerras siempre son lo mismo nos
dice Pérez-Reverte, “un par de desgraciados con distintos uniformes que se
pegan tiros el uno al otro, muertos de miedo”.
Mucha tinta ha corrido alrededor del
entendimiento de la construcción de la nación, esa Comunidad Imaginada de la
que habla Anderson. Las disquisiciones centradas en entender cómo se configura
la construcción de la identidad nacional. Cómo una persona y otra que no se
conocen, sólo por el mero hecho de vivir en el mismo territorio, experimentan
ambas un sentimiento de pertenencia y construyen una identidad común, que
incluso las lleva a estar dispuestas a morir o matar por una bandera. En esa
construcción, el Estado —a través de la historia, el museo, el censo, el mapa,
los rituales, la literatura, la prensa, los monumentos— ayuda a edificar una
narrativa común.
En el país, la reivindicación marítima, como
aquella ocasión en la que clasificamos al mundial de fútbol de 1994, produce en
los bolivianos un sentimiento nacionalista. El patriotismo se exacerba al
extremo. La llegada al Pacífico, o la recuperación pronta del mar ha jugado un
rol de promesa política en los distintos gobiernos. Recordemos sólo como
ejemplos, “el abrazo de Charaña” entre Hugo Banzer Suárez y Augusto Pinochet,
que no llegó a buen puerto. Y, hace un lustro, la demanda marítima ante La Haya
contra Chile, que tampoco tuvo un buen final, salvo que en esa ocasión se confeccionó
una bandera azul de una extensión de 200 kilómetros, que hubiese podido entrar
en los Records Guinness.
Uno u otro intento por llegar al mar no tuvieron
éxito. Ser un país mediterráneo desde todo punto de vista es desolador. Y
resulta ilógico que, entre países vecinos, no se lleguen a buenos acuerdos. En
nombre de la historia, de la diplomacia, o del argumento que quieran, los
nacionalismos, los chovinismos, la defensa de las fronteras nos hacen seres más
hostiles. De ahí que cuando nos referimos a nuestra mediterraneidad, aflora
nuestra suspicacia con el país vecino y sus habitantes que en una guerra nos
arrebataron el mar. Cosa similar, cargada de pasión nacionalista se encuentra
en la narrativa de Chile.
Tanto nacionalismo reforzado por rituales en
torno a los héroes, a la sangre derramada y la revancha sólo reafirman este
sentimiento construido alrededor de la ficción de las naciones y sus Estados.
Kant soñaba con una ciudadanía mundial o cosmopolita donde pueda desarrollarse
plenamente la humanidad y sea posible la paz perpetua.
Gabriela
Canedo Vásquez es
socióloga y antropóloga