
El modelo económico de los gobiernos del MAS (Evo Morales y Luis Arce) ha resultado un rotundo fracaso, y tiene que cambiárselo. Este experimento fallido ha reactualizado el controvertido decreto supremo 21060 de 29 de agosto de 1985, que puso freno a la hiperinflación y comenzó a revertir aquella debacle económica, aunque tuvo un alto costo social. Como en aquel entonces, se necesita una Nueva Política Económica (realista y pragmática) que elimine las causas centrales de la crisis en el marco de una racionalidad de medidas fiscales, monetarias, cambiarias y de ajuste administrativo del sector estatal.
La coyuntura también es propicia para recordar al clásico de la economía, Adam Smith, y su obra capital: La riqueza de las naciones. Esta obra es notable por la variedad de temas que aborda, monumento a la cultura de su tiempo, testimonio de lo que en el último tercio del siglo XVIII significa el conocimiento en los campos de la política, la economía, la filosofía y la historia. Para Vargas Llosa, el intercambio continuo produjo la división del trabajo y la aparición del mercado, sistema distribuidor de recursos al que, sin pretenderlo ni siquiera saberlo, todos los miembros de la sociedad ─vendedores, compradores y productores─ contribuyen, haciendo avanzar la prosperidad general (VARGAS LLOSA, Mario: La llamada de la tribu, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 2018, pp. 48-49).
El mercado y su “mano invisible” empuja y guía a trabajadores y creadores de riqueza a cooperar con la sociedad y fue un hallazgo revolucionario y la mejor defensa de la libertad en el ámbito económico. El mercado libre presupone la existencia de la propiedad privada, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el rechazo de los privilegios y la división del trabajo. Nadie antes de Adam Smith había explicado con tanta precisión y lucidez ese sistema autosuficiente que hace progresar a las naciones, y para el que la libertad es esencial, ni explicado de manera tan elocuente que la libertad económica sustenta e impulsa a todas las otras libertades.
El liberalismo económico no es dogmático, sabe que la realidad es compleja y que a menudo las ideas y los programas políticos deben adaptarse a ella si quieren tener éxito, en vez de intentar sujetarla dentro de esquemas rígidos, lo que suele hacerlos fracasar y desencadena la violencia política. Los liberales no quieren suprimir al Estado, pero tampoco quieren un Estado gigantesco, empeñado en hacer cosas que la sociedad civil puede hacer mejor que él en un régimen de libre competencia.
El Estado debe asegurar la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la igualdad de oportunidades. La igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades no significan la igualdad en los ingresos y en la renta, algo que liberal alguno propondría. Porque esto último sólo se puede obtener en una sociedad mediante un gobierno totalitario que “iguale” económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades individuales, imaginación, inventiva, concentración, diligencia, ambición, espíritu de trabajo, liderazgo.
Pero para que este mecanismo funcione correctamente es necesario que los agentes económicos, compitan libremente en el mercado, que no haya interferencias o intervenciones del Estado que distorsionen ese funcionamiento autónomo. La gran virtualidad de este modelo es que los intereses individuales no entran en contradicción con los intereses generales. El comportamiento egoísta de los individuos, que actúan buscando su propio provecho (fuerza motriz de la economía), confluye natural, armónicamente, en el bienestar general de la colectividad, en el bien común, que no es otra cosa que la suma de intereses particulares.
Por cierto, cada ciudadano es, por naturaleza, el mejor juez de su propio interés y debe, por tanto, dejársele en libertad de satisfacerlo a su manera. ¿Y cuál es, entonces, el papel que se le reservaría al Estado? El Estado debe proporcionar un marco normativo general que permita a los individuos establecer relaciones con un mínimo de certeza, y de seguridad jurídica. Y ha de velar por el orden público, por la seguridad de los ciudadanos en el disfrute de su libertad y su propiedad, y ha de garantizar que los contratos y las leyes se cumplan.
El autor es jurista y autor de varios libros.