El asalto al Capitolio, en Washington, Estados Unidos (EEUU) el pasado 6 de enero, por partidarios del entonces presidente Donald Trump, es apenas una muestra de la profundidad del proceso integral de cambio que vive el mundo. No se trató de un nuevo exabrupto de Trump y sus seguidores, o del atropello presidencial, con métodos delictivos, al ordenamiento legal. Acción inédita en la historia de ese país, que ha llevado a la prensa norteamericana a calificar el hecho como una insurrección y a varios analistas a lamentar que la (otrora) primera potencia mundial se asemejara ahora a una banana country.
La insurrección de Trump es indicativa del actual período de transición que vive el mundo y se enmarca en el proceso de cambios que vivimos. Las causas del hecho se encuentran tanto en el ámbito mundial como en el nacional, mientras que las perspectivas rebasan, sin embargo, las referencias geográficas, para remitirse a áreas como la economía, la política y la sociedad. Es en este sentido que el asalto al Capitolio ilustra los cambios que sugerimos.
Mientras que las causas, en el plano global nos hablan de los cambios en la economía y el reordenamiento geopolítico de las principales potencias del mundo, las causas nacionales se refieren a la historia local, fuertemente caracterizada por el racismo; a la crisis económica y a la crisis política, expresada en la crítica al establishment con la consiguiente apertura de las puertas del poder político a outsiders como Trump. En la combinación de ambas causas la primera se apoya, para manifestarse, en la segunda, debido a lo cual es válido afirmar que las transformaciones globales provocaron el episodio que comentamos, en la historia norteamericana.
¿Por qué resulta tan representativo este hecho? En el contexto de los cambios en la economía, la hasta ahora poco indiscutible primera economía nacional en el mundo, resulta altamente sensible a dichos cambios. A su vez, dada la tupida interconexión global de la economía, el comercio y las finanzas, el grupo de billonarios que respaldan el ensayo Trump, no únicamente expresaba la visión de un sector de la élite norteamericana, sino la de gran parte de los billonarios del globo. Esa visión es compartida por grupos similares, principalmente en Europa y en Australia. Todos ellos tienen en común el desprecio a la vida en cualquiera de los órdenes: la de los seres humanos, la del medio ambiente, la de la flora, la de la fauna, como medio para preservar e incrementar su poder particular. El ensayo Trump -asalto al Capitolio incluido- no puede, pues, disociarse de esa visión de aquél minúsculo grupo mundial.
Es en este orden que la historia local norteamericana actuó como apoyadura para el ensayo. No únicamente por la presencia de grupos de supremacistas blancos con amplia convocatoria social, sino por el racismo institucionalizado, en particular en la policía. El asesinato de George Floyd, en mayo del 2020 por la brutalidad policial no descubrió esa realidad; solamente la continúo porque eventos similares sacudieron, casi desde siempre, las distintas ciudades de ese país. En alguna medida, el espíritu racista se incrementó a raíz de la crisis económica, el desmantelamiento de ciudades industriales (como Pittsburg, por ejemplo) y el aumento del desempleo. Pero, de manera sorpresiva, estas expresiones ayudaron al triunfo de Trump el 2016.
A la par del deterioro de la economía y de la calidad de vida, el sistema político institucional entró en crisis. El cuestionamiento a éste se manifestó entonces en el cuestionamiento al establishment político, representado por la candidata demócrata Hilary Clinton. Así se posibilitó que un outsider de la política accediera a la presidencia. Con ello, junto a la visión del mundo que el partido republicano de Trump representaba, era la antipolítica la que orientara a ese gobierno, ahondando la crisis política hasta involucrar a las propias instituciones estatales. Aquél gobierno, que de la mentira, el chantaje y el constante hostigamiento a la prensa hizo su práctica habitual, manifestaba las prácticas gansteriles de su grupo de apoyo. No puede separarse al ex-gobierno norteamericano de ese grupo, porque no se trató de un proyecto personalísimo, sino de colectivo, por más minúsculo fuera el grupo empresarial en cuestión.
Los cambios globales en la economía y en la política les demandaron esfuerzos de reacomodo a la nueva situación y el gobierno de Trump expresaba las perspectivas de ese reacomodo. En este sentido aquél gobierno, diremos, ensayó una toma de posición en tal reacomodo, por lo que las acciones de la presidencia republicana (la incitación a la toma del Capitolio y el desconocimiento de los resultados electorales) deben considerarse decisiones que forman parte de un proceso mayor; precisamente el proceso de cambio y transición que se vive.
Puede afirmarse, en consecuencia, que se trató de acciones en respuesta a la posibilidad de quedar relegados en el reposicionamiento, durante el tiempo de los cambios en la economía. Se ha señalado con insistencia que los cambios en la economía en definitiva se refieren a la modificación de sus principales matrices: la energética y la productiva, con el consiguiente impacto en el ámbito industrial. El surgimiento de nuevas industrias de punta (las telecomunicaciones, la cibernética, la de las energías limpias) supone el desplazamiento de las anteriores industrias, en particular de aquellas basadas en la explotación de los recursos naturales no renovables como el petróleo y los minerales. Estos cambios son irreversibles, por lo que la experiencia Trump fue el intento del reacomodo en base a un proyecto elitista, autoritario y reacio a los controles democráticos e institucionales.
Por ello, en perspectiva, es válido pensar que la política todavía experimentará varios sacudones, como los ejemplificados por Trump. En el actual período histórico -que lo hemos llamado de transición- la política no sólo continuará siendo un terreno gelatinoso, sino que las propias instituciones políticas sufrirán ese impacto, en términos de su debilitamiento. Se entiende que ese debilitamiento se debe, en gran medida, al manejo instrumental del Estado que aquellos grupos de poder ejercitan.
Que este debilitamiento institucional, a su vez, pueda ser tolerado por la sociedad norteamericana, nos indica que en ésta las referencias de una institucionalidad democrática sólida se han debilitado. Este fenómeno responde ciertamente a la crisis de representatividad que el sistema democrático enfrentaba ya antes de Trump, pero adquirió mayor intensidad con ese gobierno. La majestuosidad, que en el imaginario colectivo investía al poder, ha recorrido su velo gracias a las acciones desde el propio poder. Así, a los escandaletes que de tanto en tanto salían de la Casa Blanca (sin importar si el inquilino fuera demócrata o republicano), Trump sumó una administración abiertamente gansteril. Y lo que en el pasado causaba estupor en la sociedad ahora apenas alcanza para estirar una mueca de desagrado, en la ciudadanía. Por ello, incluso el asalto al Capitolio, con la complacencia cómplice de los propios organismos de seguridad, apenas provocó titulares de primera plana en la prensa norteamericana y un nuevo juicio político contra Trump, promovido por los hoy gobernantes demócratas.
El proceso de transición a nivel global, marcado por los profundos cambios en la economía, ha influido en la política, en la sociedad, en la geopolítica, abriendo en cada uno de ellos sendos procesos internos. En realidad, cada uno de esos procesos recién empieza a desplegarse porque, recordemos, forman parte de un proceso histórico mayor que apenas principia. Se entiende que la fuerza de este cambio histórico y el reordenamiento político-social que provoca, no son posibles de restringirse a pleitos legales.
Nunca, en ninguna parte, ello ha ocurrido; al contrario, siempre se ha demostrado la inutilidad de instrumentos legales que no sintonizaran con la realidad histórica, de las estructuras productivas. Lo fue así durante los siglos XVI – XVIII en Inglaterra, con la promulgación de algunas leyes de importancia formal, que pretendían impedir la apropiación de las tierras colectivas por parte de privados (punto de partida del capitalismo) o en Bolivia durante el siglo XIX hasta mediados del siglo XX donde el ordenamiento jurídico que protegía a los terratenientes simplemente no correspondía a la base productiva de las mismas haciendas. En ambos ejemplos quedó demostrada la inutilidad de las leyes, porque no pudieron impedir que la base productiva a la larga se manifestara, obligando al cuerpo legal a adecuarse a esa realidad.
Por todo ello entendemos que la administración gansteril de Trump, coronada con el asalto al Capitolio, no fue un simple accidente aislado, en la historia política norteamericana. En todo caso, puede entendérselo como un marcador del inicio de un período de transición, cuyo devenir, sin embargo, no tiene por qué ser el del autoritarismo, la delincuencia y el atropello a los derechos democráticos. Pero pensar en otras posibilidades en las que este período de transición podría desembocar es ya otra discusión.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo