
El Domingo de Ramos los católicos y también otros cristianos celebramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, siendo acogido por una gran multitud de personas, muchas de ellas pobres, que lo vitoreaban. Recordamos que el Evangelio de Juan, capítulo 11, narra cómo en días anteriores Jesús había resucitado a su amigo Lázaro que llevaba cuatro días muerto, creciendo su fama como el Mesías (el Ungido, el Cristo) Salvador.
Al ver las señales milagrosas que Jesús hacía, el Sumo Sacerdote Caifás y los fariseos convocaron al Sanedrín, Consejo Superior de los judíos. Allí Caifás argumentó que si Jesús seguía haciendo milagros, todos los judíos creerían en Él y entonces los soldados romanos vendrían y destruirían el Templo y toda la nación. Por eso Caifás profetizó: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación”.
Jesús, al ser informado que las autoridades judías querían darle muerte a Él y también a Lázaro, se retiró a Efraín, una ciudad cercana al desierto y allí se quedó un tiempo con sus discípulos. El Mesías comprendió que según la misión recibida por Dios Padre debía seguir predicando, aun sabiendo que el Sanedrín quería condenarle como blasfemo al proclamarse Hijo de Dios y luego entregarle al Gobernador romano, Poncio Pilato, acusándole falsamente de que Jesús se había proclamado Rey de los judíos. Así Pilato le castigaría a ser crucificado y a morir en la cruz. Jesús, aun sabiendo que iba a ser crucificado injustamente, aceptó morir por la nación judía y también por todos los hijos de Dios que estaban dispersos.
Por eso, al acercarse la celebración de la gran Fiesta de la Pascua en la que muchos judíos venían al Templo de Jerusalén para ofrecer sacrificios de purificación, Jesús también quiso unirse a ellos. Pero antes se detuvo en Betania, aldea en la que vivía su amigo Lázaro a quien había resucitado. Luego se dirigió al pueblito de Betfagé, junto al monte de los Olivos. Desde allí Jesús envió a dos de sus discípulos al pueblo vecino a buscar una asna y su burrito
Los apóstoles los trajeron y pusieron encima del burrito varios mantos para que Jesús pudiese sentarse y ser llevado en el camino descendiente hacia Jerusalén. Mucha gente humilde que acudió a verle, extendía por el camino sus mantos y ramas de palmera como alfombras sobre el camino por donde Jesús iba a pasar. El pueblo le aclamaba y cantaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!”. Los discípulos de Jesús le rodeaban y a quienes preguntaban sobre su identidad, respondían: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea” (Marcos 11,1-11).
Pero no faltaban algunos fariseos que le decían a Jesús: “Maestro ¡Reprende a tus discípulos!”. Pero Él les respondió: “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras”. Así se cumplió lo que había escrito el profeta Zacarías: “No temas Hija de Sión (Jerusalén). Mira que viene tu Rey, montado en un pollino, cría de asna (Juan 12,15).
Así fue la entrada gloriosa de Jesús en Jerusalén. Pero, a diferencia de los reyes y de los gobernantes que les gustaba desfilar con armas en lujosos caballos y al son de músicas potentes, Jesús no llevaba atuendos elegantes ni joyas reales e iba montado en un asno. De esta manera revelaba su misión de actuar como un profeta inocente y pobre, acusado falsamente por el Sanedrín de querer proclamarse Hijo de Dios y también Rey de los judíos. Bajo estas acusaciones los judíos le llevaron a Poncio Pilato. Éste, aunque se dio cuenta que la acusación era falsa, no quiso enfrentarse con los gobernantes judíos. Por eso condenó a Jesús a la muerte en la cruz y colocó en lo alto una tablilla con esta inscripción: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”, como explicación del delito por el que fue crucificado.
Así la Iglesia el Domingo de Ramos, al inicio de la Semana Santa, celebra desde tiempo inmemorial, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Frente a las acusaciones hechas por el Sanedrín y luego por el mismo Pilato, Jesús nunca llevó armas, a diferencia de los zelotes, judíos nacionalistas que luchaban por la independencia contra el poder romano. Así se cumplieron las escrituras bíblicas referentes al Siervo de Yahveh, manso y humilde, lleno de ardor por la Casa de Dios, quien con un látigo expulsó del Templo a los vendedores de animales y a los cambistas (Mateo 21).
Hoy en día la Iglesia nos invita a reconocer a Jesús como nuestro Salvador, aceptando sus mandamientos y sus exhortaciones. Él azotado, torturado y crucificado, nos ha liberado de la esclavitud del diablo quien con engaños nos incita al odio y a la violencia contra quienes piensan de otra manera. Pidamos humildemente perdón a Dios e iniciemos la Semana Santa en nuestras casas y en las iglesias con cantos y oraciones, alabando a Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador. Él con María y José nos invita a arrepentirnos y a perdonarnos unos con otros, para que así nos integremos en la Sagrada Familia y, a través de ella, en la Divina Familia Trinitaria.
Miguel Manzanera, S.J.