Una vez conocido el bullado caso de la aprehensión del ex ministro de Desarrollo Rural y Tierras, Edwin Characayo, quien fue descubierto en flagrancia recibiendo $us. 20.000 de soborno, otra vez salta a la vista el denominado “flagelo de la humanidad”, que es la corrupción que nos induce a analizar de valores y de la ética en el servidor público del país.
Tanto en gobiernos de facto como en gobiernos en democracia, sobran los hechos de corrupción que se traducen en una pérdida de confianza de la población y en una presentación de servicios de mala calidad que vienen peligrosamente deslegitimizando tanto al gobierno actual como a la institucionalidad del Estado.
Según Nichoas Hobbs en su libro “Problemas Éticos en las Ciencias Sociales”, la ética trata acerca de las normas de conducta de las personas que forman la sociedad. Para otros autores es la ciencia de lo correcto. La ética juega un papel normativo central en la función pública, pero en la praxis dicho rol tiende a ser ampliamente ignorado, ya que los casos de corrupción son cada vez más alarmantes, haciendo que el escepticismo de la sociedad civil acerca de la honestidad en la función pública sea cada vez mayor.
Existe el dicho, es “tan corrupto el que da como el que recibe”. Si nos referimos a la corrupción en el manejo de los asuntos públicos, se puede definir como la acción deliberada de un agente estatal en contra de sus obligaciones oficiales con el propósito de favorecerse injustamente a sí mismo o a otros, según el trabajo “El papel de la Ética en la Función Pública” del Dr. Julio Sergio Ramírez.
Sobre el lacerante tema de la corrupción en nuestro país, todo y nada se ha dicho y hecho sobre el mismo. A pesar de contar con una Ley Anticorrupción tan drástica como la “Marcelo Quiroga Santa Cruz”, poco se ha podido combatir contra este mal moral “pandémico” en las instituciones públicas del Estado.
Está demostrado que ni contando con leyes “draconianas” de lucha contra la corrupción, se podrá erradicar a este otro “enemigo invisible” que tenemos desde siempre. Lo único que queda es apelar al grado conciencial desde el interior de las propias personas que son servidores públicos, es decir, desde los derechos morales fundamentales que eso se lo adquiere desde la cuna en la cual se nace y la educación que se imparte desde las familias.
Desde luego que el control de la corrupción en el país debe ser permanente, debido a que los corruptos están en la tarea de renovación continua de nuevos métodos para lograr sus objetivos. Además teniendo en cuenta que el avance de la tecnología y el desarrollo de la globalización están innovando nuevas oportunidades para la actividad corrupta en la gestión pública boliviana.
Por lo tanto cuando un servidor público es descubierto con las “manos en la masa”, no basta con su destitución del cargo, sino que debe devolver el monto de dinero recibido por haber causado ya un daño económico y moral al Estado. Y algo más, se lo debería sancionar de por vida para que nunca más ocupe un cargo público tal como ocurre en otros países del mundo.
También la lucha contra la corrupción debe sustentarse en la creación de una cultura ética muy sólida dentro de los entes públicos. Para eso se debe innovar nuevos mecanismos de control, tal vez como los que propone Robert Klitgaard en su libro “Controlando la Corrupción”, (Editorial Quipus: La Paz, 1992) que incluyen los siguientes puntos:
1.- Selección de agentes por capacidad y honestidad (seleccionar personal externo con alto grado de honestidad).
2.- Hacer reformas que permitan cambiar las recompensas y las sanciones respecto a los agentes y respecto a los clientes (aumentar salarios para reducir tentaciones, recompensar acciones anticorrupción, contratar personal externo pagando según resultados).
3.- Recopilación y análisis de información para aumentar la posibilidad de detectar casos de corrupción.
4.- Cambiar las actitudes acerca de la corrupción. Utilizar la capacitación permanente a servidores públicos, elaboración de un código de ética institucional y cambiar la cultura organizacional.
Juan Carlos Ferreyra P. es comunicador social