Curiosa forma ésta, la de conmemorar a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre del 2001, que echaron abajo las torres gemelas, en Nueva York. Estados Unidos (EEUU), en buenas cuentas dejó el gobierno de Afghanistan en manos del talibán; señalados por George W. Busch, entonces presidente norteamericano, como encubridores de los responsables de los atentados. Después de dos décadas de presencia militar norteamericana (iniciada el 7 de octubre del 2001), junto a su socio, la OTAN, el retiro de las tropas significó el retorno del gobierno talibán, en ese país asiático. El tiempo parece haberse detenido en el día después a aquél 11 de septiembre.
La finalización de la intervención militar del occidente y el retorno de los talibanes al gobierno expresa el desastre de la estrategia de la dupla EEUU-OTAN. Una caracterización ligera de lo que el talibán representa, así como el desconocimiento de Afghanistan, junto a los cada vez más insostenibles costos económicos de la intervención, explican, en parte, el fracaso.
A fin de ilustrarlo enumeremos algunas particularidades del talibán. Se trata de una fuerza política que profesa, como ideología, el islamismo en su versión radical. Ello se complementa con su carácter militar, constituyéndola, a los ojos de los gobiernos de EEUU, después del 11 de septiembre, en una organización terrorista.
El talibán nace dentro de los mujaidines, durante la lucha contra la intervención soviética en Afghanistan (1979 – 1992), apoyados por EEUU, Israel, Reino Unido, Pakistán y Arabia Saudí. Los mujaidines eran campesinos y agricultores, que cuando no estaban luchando estaban trabajando. Dentro de ellos existían distintas facciones, sin un mando político-militar unitario; lo único que les unía era el anticomunismo y no el islamismo. Por ello, luego del retiro soviético, estalló la guerra entre esas facciones; guerra civil que duró hasta 1996.
La guerra contra la ocupación soviética ocasionó un enorme éxodo, principalmente de niños y jóvenes, hacia el vecino Pakistán. Los desplazados fueron acogidos en campos de refugiados y los niños y jóvenes educados en escuelas religiosas del islam. La guerra no solamente dejó perturbados a millares de personas sino, en lo principal, dañó profundamente el tejido de la vida social y cultural, construido a lo largo de siglos. En ese contexto, los niños y jóvenes estudiantes del islam, sin más figura paterna que las escuelas religiosas, se radicalizaron y devinieron, luego de regresar a Afghanistan, en los talibanes. De hecho, algunos suelen traducir la palabra talibán como “el estudiante”.
Durante la guerra civil, en 1994, los talibanes controlaban varias regiones del país y eliminaron, en ellas, las fronteras con Pakistán. Fue una invitación para que este último abriera las puertas de los campos de refugiados, lo cual permitió el retorno de miles de estudiantes radicalizados en el islam y el potenciamiento político y militar del talibán. En 1996 lograron conquistar el país y denominaron a su éxito, Emirato islámico. El primer gobierno de los talibanes se extenderá hasta el 2001 y se caracterizará por su perfil teocrático, asumiendo la Sharía como su ley fundamental. Con ello fueron abolidos, de un plumazo, los derechos de las mujeres. El vacío de poder surgido después de la guerra contra la Unión Soviética fue, pues, llenado por el Estado islámico religioso, dispuesto a extender su ideología más allá de sus fronteras.
La Sharía es un texto derivado del Corán, el libro sagrado de los musulmanes escrito en el siglo VII de nuestra era. El Corán, de acuerdo a la tradición, recoge las palabras que Alá comunicara a Mahoma, por medido del arcángel Gabriel. La Sharía representa la ley islámica y al establecer un conjunto de normas, forma el sistema legal del islam. Sin embargo, su influencia excede el marco legal y abarca todos los aspectos de la vida cotidiana. Algunos suelen traducir Sharía como “el camino claro” y debido a que no hay una sola interpretación de ella, el margen para interpretarla es muy amplio abarcando, como en el caso del talibán, interpretaciones estrictas.
El punto de inflexión en esta historia se dará el 2001, con la caída del primer gobierno talibán, a causa de la intervención militar estadounidense. La intervención fue motivada por la negación del gobierno talibán de entregar a Osama Bin Laden -señalado como responsable de los atentados del 11 de septiembre- a EEUU. Dos años más tarde quedó, la OTAN, involucrada en el conflicto y el 2006 asumió el liderazgo de las operaciones militares en el terreno.
Al derrocamiento del talibán le siguió la conformación de un nuevo gobierno, bajo los auspicios de EEUU. La presidencia de ese gobierno recayó en Hamid Kanzai. Los miembros del derrocado gobierno, por su parte, huyeron al área rural para reorganizarse e iniciar una guerra de guerrillas, contra la intervención. A partir del 2006 y hasta el 2011 incrementaron sus ataques armadas, afectando principalmente a la población civil. Tempranamente quedaba demostrado que el cumplimiento de los objetivos de la intervención, establecidos por EEUU (eliminar a los responsables de los ataques del 11 de septiembre y reestablecer la democracia en Afghanistan, derrocando a los talibanes), no se cumplirían como lo diseñado en el escritorio. Solamente se logró el derrocamiento del gobierno talibán; lo cual no significaría, empero, su destrucción.
La instauración de la democracia, pese a las elecciones democráticas celebradas el 2004, no pudo sostenerse ya que la policía y el ejército afghanos apenas controlaban las principales ciudades del país. En el resto, el control se encontraba en manos de los líderes locales, denominados los “señores de la guerra”. La importancia de estos fue menos valorada por el nuevo gobierno, mientras que el talibán lograba tejer una vasta red de acuerdos con ellos. Los “señores de la guerra” habían logrado incrementar su poder local y económico, debido, entre otras, al control que ejercían sobre el opio. Sin importar la presencia militar extranjera el talibán fue, por tanto, aumentando su poder y convirtió los años 2009 y 2010 en los más duros para la OTAN.
Este organismo optó el 2013 por dejar la seguridad del país en manos de la policía y el ejército afghanos. Un año más tarde, EEUU daba por terminada la misión iniciada en octubre del 2001, decidiendo comenzar una nueva misión, llamada “centinela de la libertad”. Acto seguido, la administración de Obama anunció que se concentrarían únicamente en el adiestramiento de la policía y el ejército, en Afghanistan. En respuesta, el 2015 acordaron los talibanes y el gobierno afghano una inédita tregua, para celebrar el ramadán. Las cosas, después de todo, parecían encaminarse hacia los marcos generales de los objetivos de la intervención de occidente; mucho más cuando en el 2018 comenzaron las negociaciones de paz entre la administración norteamericana de Donald Trump y el talibán. En ellas, Trump puso en práctica una de sus promesas, al asumir la presidencia: retirar sus tropas de Afghanistan. Las negociaciones culminaron el 2020, con la firma del documento denominado Acuerdos de Doha. En él, EEUU se comprometía retirar paulatinamente sus tropas, en un lapso de catorce meses, a cumplirse para fines de agosto del 2021. A cambio, el talibán se comprometía al cese de las hostilidades y al inicio de diálogos con el gobierno afghano, presidido por Ashraf Ghani.
Pero ya el 2016 el talibán controlaba el 20% del territorio nacional, por lo que tenía en mente obtener las mayores ventajas posibles de los diálogos con EEUU, pero no cumplir con su parte de los acuerdos. En esta línea, de hecho, el primer éxito talibán fue apenas comenzado el diálogo, al obtener la liberación de varios de sus hombres, entre ellos la del “cerebro” de la organización, Abdul Ghani Baradar, detenido el 2010. Baradar fue quien, el 2020, hablara directamente con Trump.
La administración de Joe Biden continuo con la ruta trazada por Trump; y el talibán, por su parte, seguía desarrollando la estrategia de no cumplir acuerdo alguno firmado. Así, a partir del 1 de mayo del 2021 inició, desde el campo, una ofensiva hacia las ciudades. El presidente Ashraf Ghani tenía la esperanza que, en esas circunstancias, EEUU parara su retirada y apoyara al ejército afghano. Siendo vana la espera decidió, a principios de agosto, movilizar al ejército y acudir a las milicias locales, en manos de los “señores de la guerra”. Pero ya era tarde para detener el avance del talibán, por lo que optó, a mediados de agosto, huir del país.
Cuatro décadas continúas de guerra, sumado a la tradición religiosa de su población y a una historia política jaloneada, durante el siglo XX, entre proyectos monárquicos, democráticos, de izquierda, teocráticos, han convertido a Afghanistan en un terreno altamente inestable. Su sociedad multiétnica, además, arraigada en tradiciones tribales, ha desarrollado un tejido de frágiles equilibrios interétnicos y sociales, para la convivencia. Así, esta convivencia no transcurre por medio de instituciones estatales. Al contrario, son las instituciones culturales y sociales las que sostienen la convivencia, a nivel del Estado. Las iniciativas estatales que intentaron desconocer ese complejo tejido socio-cultural, terminaron enfrentándose a su sociedad, hasta caer derrotados por ésta.
No hubo tiempo histórico para que se desarrollaran instituciones estatales, pero sí para que germinaran prácticas económicas ligadas a la delincuencia: opio, amapola, comercio ilegal de minerales, entre otros. La cereza a esta explosiva torta vino de la mano del fanatismo religioso, alimentado hoy por el retorno del gobierno de los talibanes. Véase por donde se lo vea, la intervención militar de occidente no sirvió para alcanzar los principales objetivos que se proclamaron al inicio de la aventura. Dado el carácter expansionista que conlleva la ideología religiosa del islamismo radical, así como el afán de luchar contra el mundo de los infieles, efectivamente, the war in and with Afghanistan is not over.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo