ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Tres recientes hechos han puesto en evidencia que el aparato del Estado busca llevar a la ciudadanía, en tanto derecho a la participación en los asuntos públicos, al borde de su cancelación.
El indefendible “fallo” del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) conocido el pasado 28 de noviembre fue el primero y el peor de tales sucesos, pues esa aberrante determinación que pretende viabilizar no sólo la requete-reelección del actual gobernante sino la posibilidad de que continúe candidateando de por vida ha vulnerado profundamente el ordenamiento legal del país desconociendo por completo la voluntad y el sentir populares. En otras palabras, una pandilla sometida a dictámenes prorroguistas se puso por encima de la soberanía del pueblo y proclamó, de facto, la anulación de la ciudadanía.
A los pocos días, el 3 de diciembre, vino la segunda frustrante experiencia de elegir a unos casi anónimos para que se hagan cargo de los principales tribunales del país. Con esa parodia democrática se consumó, como en 2011, el absurdo antidemocrático de que los menos votados sean los victoriosos. De nuevo, la soberanía popular fue descartada.
Por si faltara algo, Álvaro García, teorizador del oficialismo, en posterior ejercicio de acrobacia verbal intentó una argumentación para marginar a la ciudadanía cuando ésta, a partir de diciembre, se manifestó en las calles exigiendo sus derechos y respeto al voto.
En un texto publicado el 17 de enero por un diario local, con el paternalismo que usa para hablar en las provincias y la periferia urbana, García trató de negar la emergencia social y mostrar a los colectivos de la protesta como pre-políticos y digitados “por la derecha”, además de querer confinarlos a los estrechos límites de un sector que habría caído en desgracia frente al rápido ascenso de una “clase media popular”, a la cual él mismo parece haberse sumado, aunque camuflado en la residencial zona sur paceña y a prudente distancia del “pueblo”.
Se trata, pues, de una preocupante secuencia de situaciones articulada desde el poder central en un sistemático y visiblemente desesperado intento de reproducirse. Pero la ciudadanía no es algo que se pueda prohibir, desenraizar o sustituir, como tampoco es apenas lo que la liberal idea que la describe en el Art. 144 de la Constitución dice que sería: condición de elector o elegible y para ejercer alguna función pública.
En los hechos –la realidad lo refrenda así–, la ciudadanía es la potestad y la capacidad de la gente de desplegar la energía societal en la acción histórica, esto es, en la intervención consciente, activa y deliberada en el espacio público para (re)definir decisiones y acontecimientos de afectación común.
Las movilizaciones que empezaron tras el atropello perpetrado por el TCP y se extendieron por la geografía nacional dan cuenta de que el cuestionado comportamiento gubernamental y pro-oficialista ya alcanzó un límite. La ciudadanía se encuentra en los inicios de un proceso de recomposición y trae el anuncio de que prescindirá en su camino de las ataduras que representan siglas y apellidos de la estructura política que todavía esperan llegar a celebrar –paradójicamente– el bicentenario de una república cuyo deceso fue decretado en marzo de 2009 y que, por tanto, ya no existiría.
La ciudadanía está de vuelta. Su cancelación no va a ser posible. Cualquier insistencia al respecto, síntoma autoritario indubitable, sólo aumentará su potencial transformador y su eficacia.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político