Hacen ya 12 largos años que se instaló en el gobierno nacional el “proceso de cambio”, cuyo horizonte popular de promesas fue tempranamente abortado y hoy luce encaminado a su desfiguración final.
Los sorpresivos resultados de la elección presidencial de 2005, que dieron la victoria al Movimiento al Socialismo (MAS), abrieron un remozado margen de expectativas en el campo de disponibilidad existente en ese momento de agonía de la “democracia pactada”, misma que había ido degenerando paulatinamente desde su comienzo en 1985.
La protesta social, a partir de la “guerra del agua” en abril de 2000, estalló con “febrero negro” y la “guerra del gas” en septiembre-octubre de ese 2003, hasta desembocar en la “Agenda de Octubre” (demandas de asamblea constituyente, autonomía regional y política soberana de hidrocarburos) que fue recogida por la inicial gestión presidencial de Evo Morales inaugurada tras los gobiernos transitorios de Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez (octubre 2003 a enero 2006).
El MAS se vio enfrentado de repente a asumir la administración gubernamental, salvar el lapso de incertidumbre e improvisación institucional y atender, bajo presión de resabios parlamentarios de los partidos anteriormente dominantes, una sobrecarga de demandas ciudadanas. La opción que eligió para superar el reto fue llevar a cabo una asamblea constituyente que definiera un nuevo orden y “refundara” Bolivia.
Esa tarea, de magnitud inmensa para una organización y unos dirigentes advenedizos en la política del país, tenía en su centro la conversión del Estado en plurinacional, propuesta nacida de las luchas campesino-indígenas en la década de 1980 que podía dar lugar a una profunda reconfiguración democrática de las estructuras de control prevalecientes desde la creación de la república en 1825, legado a su vez de las que habían regido durante el período colonial.
Se trataba, efectivamente, de un proyecto histórico, que exigía pasar de las palabras a los hechos y daba sentido –pese a la ambigüedad contenida en la expresión, al final útil para cualquier propósito– a que se pensara en un “proceso de cambio”. Ello, cómo no, generó ilusiones en las poblaciones tradicionalmente excluidas, militantes de izquierda y ciudadanos progresistas. Era una nueva oportunidad, harto esperada, que convocaba a la participación mayoritaria.
La realidad, sin embargo, iba a marcar otros rumbos. El producto de la asamblea constituyente acabó edulcorado por una negociación de coyuntura y la plurinacionalidad y la autonomía fueron desplazadas por la sofística de los discursos oficiales y la intensa propaganda. El proyecto cedió a las mezquindades del poder.
Sucesos posteriores, como la resistida subida de los precios de carburantes (2010), la retórica “muerte del neoliberalismo” y la represión de la marcha en defensa del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (2011), la rehabilitación de Morales para la reelección (2013), las ventajas dadas a intereses corporativos (agroindustriales en 2013, cooperativistas mineros en 2014, empresarios petroleros en 2015, cocaleros en 2017), el desconocimiento del “no” en el referendo para la reelección, la nueva habilitación electoral de Morales y la promulgación de un cuestionado código penal (2017), se sumaron a la progresiva “des-indigenización” del equipo gubernamental.
La práctica oficial reconstituyó y afianzó el viejo Estado. El grupo mestizo en el gobierno cambió el proceso: dejó la historia y prefirió el poder.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político