Nicolás Maduro, ha echado por el traste la decisión del pueblo venezolano y se ha auto prorrogado, una vez más, Presidente. Por supuesto, con la complicidad de malhechores que ocupan altos cargos en el Poder Judicial, el Consejo Nacional Electoral y otras autoridades policiales y militares venezolanas.
El nítido triunfo de Edmundo González Urrutia, con el 67% de los votos, no sirvió de nada. Ante tanta infamia, la ira se apoderó de las calles de Venezuela. Una brutal represión, fue la respuesta, que ocasionó más de un centenar de muertos y miles de detenidos; y como es de esperar y no se puede reprochar, la protesta fue contenida. Es un instinto natural preservar la libertad y la vida.
Frente a ello, la comunidad internacional, ya sea a través de los organismos internacionales o los países individualmente; en principio exigieron transparencia y claridad en torno a las actas de votación, luego pasaron al reproche y posteriormente a la condena.
Lo último fue el reconocimiento que dio Estados Unidos y la Unión Europea a Edmundo González Urrutia como presidente electo de Venezuela, que implica el no reconocimiento del próximo gobierno de Maduro que se inicia el 10 de enero del 2025. Lo hecho no es novedad ya ocurrió el 2019 cuando varios países, desconocieron a Maduro y reconocieron a Juan Guaidó.
En ese marco la pregunta que cabe es: ¿cuál es el efecto útil del no reconocimiento de Maduro? En general cabe preguntar: ¿cuál es el entendimiento que tiene el Derecho Internacional Público sobre el no reconocimiento de gobiernos de facto?, y ¿el no reconocimiento, no es una práctica contraria al principio de no intervención en asuntos internos?
En principio, cabe mencionar que no existe un entendimiento unívoco sobre ésta práctica internacional; por el contrario muchos ponen en tela de juicio su necesidad y utilidad.
Es lógico, hay países de sólida tradición democrática e institucional, como son varios países europeos, donde la sucesión gubernamental es realizada con estricto apego a la legalidad y legitimidad; consecuentemente en ese caso el tema pasa a ser intrascendente. En cambio, en países inestables, como lo son varios de américa latina, caracterizados por fraudes y cuartelazos, el tema adquiere singular importancia.
Frente a esta realidad, en el marco del Derecho Internacional público, se desarrollaron varias doctrinas sobre el no reconocimiento de los gobiernos de facto.
Unos, los mayoritarios, defienden el no reconocimiento de gobiernos constituidos con infracción a la legalidad. Consideran que es un derecho de los pueblos el ser gobernados democráticamente, consecuentemente, en caso que ello no ocurra, es un deber de acción solidaria de los otros Estados, el no reconocerlo y así desalentarlos; debiendo hacerse caso omiso al principio de no intervención, ya que ha sido deslegitimizado y solo pretende ser mal utilizado como un escudo por gobiernos no democráticos.
En los planteamientos más radicales esa solidaridad podría conducir a la imposición de medidas coercitivas e, incluso, al empleo de la fuerza militar.
En la vereda del frente, están aquellos autores que consideran que el no reconocimiento, es un acto contrario al derecho internacional, por que se pretende intervenir en la vida interna de otro Estado; y en algunos casos, pudiera desconocerse el derecho legítimo a la revolución, que tiene un pueblo.
En la realidad, ambas posturas, es superada por lo que se denomina la regla de la efectividad. Establece que el reconocimiento o no de un gobierno, debe ser realizado por criterios eminentemente utilitarios. Por tanto, más allá de su legalidad o ilegalidad, es gobierno quien tiene el control de hecho y efectivo de la maquinaria administrativa del Estado.
Para un mejor entendimiento, imaginemos que los países Amazónicos requieren llevar adelante una acción coordinada contra la minería ilegal. En ese marco, las preguntas son: ¿quién representaría a Venezuela?, ¿quién puede dar efectivamente soluciones?, ¿aquel legalmente electo y que tiene el reconocimiento de la mayoría de los países, pero no tiene control sobre la policía? o ¿quién está ejerciendo la autoridad de la policía, aún sea de facto?
La respuesta es obvia, aunque puede resultar desalentador, en el marco del realpolitik, es evidente que, quien tiene el poder, es el que gobierna y es el único capaz de comprometer al Estado y asumir obligaciones internacionales.
El autor es economista y diplomático