Un dato común a la “izquierda” delincuencial latinoamericana es el carácter autoritario de sus gobiernos, lo que a su vez deviene en regímenes abiertamente totalitarios. Los ejemplos más notorios son Venezuela, Nicaragua, y poco más relegado, Bolivia. Ese devenir refleja el fracaso de los proyectos que inicialmente intentaron desarrollar. Muestra también, pero, la incapacidad -en nuestros países ejemplo- de los gobernantes chavistas, sandinistas y masistas, respectivamente, para formular proyectos basados en consensos nacionales. Así, luego de persistir tontamente en los iniciales proyectos fracasados, no les ha quedado otra alternativa que servirse de sectores sociales del lumpen, para utilizarlos como grupos de choque en contra de la ciudadanía. Junto a este devenir, también la manera de gobernar se deslizó rápidamente, de disimuladas formas represivas permanentes, hacia una “guerra de baja intensidad”.
En este sentido, al igual que en cualquier otro país, el desarrollo de la “guerra de baja intensidad” que el Movimiento al Socialismo (MAS) implementa en Bolivia, se encuentra dentro de los comunes objetivos totalitarios. De esa manera, la sujeción gubernamental del sistema judicial, al igual que del Ministerio Público, para ponerlos al servicio del partido y el quiebre de la profesionalidad institucional, principalmente de la Policía (aunque también de las Fuerzas Armadas), son parte y efecto de aquella guerra. Se entiende, por lo tanto, que el totalitarismo no es sino el vehículo para el florecimiento, inevitable, de prácticas corruptas y consiguientemente, delincuenciales.
En estas líneas nos referimos a la “guerra de baja intensidad” como una estrategia para el control de la ciudadanía democrática, por parte del gobierno. En este caso, el deseo del MAS busca como finalidad, recuperar el defenestrado proyecto narco-totalitario, que con tanto esmero trataba de implementar durante la gestión de Evo Morales. Veamos entonces estos dos puntos: la “guerra de baja intensidad” y el gobierno del MAS.
Está claro que la “guerra de baja intensidad” se apoya en supuestos ideológicos autoritarios, es decir, antidemocráticos. La visión ideológico de ello se basa en la comprensión de la política sobre el principio de amigo – enemigo. Ese mismo principio cimentó al terrorismo de Estado de las dictaduras militares, durante la década de 1970, en el cono sur de este continente, y ahora lo hace en países tales Venezuela, Nicaragua y Cuba. En los días que corren, además de en estos tres países, fundamenta al autoritarismo en Bolivia. En todos los casos, sin embargo, se trata de una medida de control político interno. De esa manera, el control y seguimiento a exponentes (colectivos o individuales) de la democracia, tiene la finalidad del amedrentamiento, con la ilusión de desarticular demandas democráticas.
En consecuencia, diríamos que se trata de una política preventiva. En ella, la prevención articula las medidas de amedrentamiento con la de la concentración de poder, en torno al gobierno. Por ello, Poderes que debieran ser independientes, se han convertido en simples aparatos operativos del gobierno. Tal es así que a este tipo de gobiernos totalitarios les es inherente la imposibilidad de formular políticas generales, nacionales. El interés de estos gobiernos no está puesto en las demandas nacionales, sino en los apetitos particulares, sectoriales. La falta de voluntad del MAS para resolver el conflicto de los productores de coca de los Yungas, del departamento de La Paz, o atender la demanda de Santa Cruz, por un censo nacional no politizado ni improvisado, son expresivas de lo que decimos.
Recordemos que la aplicación de la “guerra de baja intensidad”, por parte del MAS, se basa en la aniquilación de la vida política democrática, asumiendo, desde el Palacio de gobierno, a la deliberación democrática como el obstáculo central para el proyecto totalitario que pretende. Reiteremos que el fin último es el de retomar el fallido programa intentado anteriormente por Morales. A esta pretensión respondió el encarcelamiento de la ex-presidenta constitucional, Jeanine Añez, como resultado de una pantomima de “juicio” que teatralizaron los operadores masistas en el sistema judicial. Para los demás presos políticos, incluido Freddy Machicado, máximo dirigente de los productores de coca de los Yungas, la lógica de la persecución política es la misma.
Dicho sintéticamente, el enemigo que identifica el gobierno del MAS está compuesto por dirigentes sindicales que no han cedido a la prebenda, por líderes democráticos, dirigentes cívicos, sectores sociales y hasta regiones geográficas. En definitiva, son considerados enemigos todos quienes, desde demandas democráticas hasta nacionales, obstaculizan el reinado de la antidemocracia, la corrupción y la prebenda.
En medio de este cuadro, la parcialidad democrática -que es, por lo menos, la mitad de esta dividida sociedad- ni se desestructura ni se siente amedrentada. Lo que sucede, en realidad, es que la acumulación democrática que esa parcialidad expresa, no resulta posible de desestructurarse porque se trata de una acumulación democrática histórica. Es, por tanto, esta acumulación histórica la que torna inútil la “guerra de baja intensidad”.
Visto desde esta perspectiva, todas las acciones preventivas contempladas en la “guerra de baja intensidad”, así como la falta de voluntad democrática del gobierno para atender las demandas de los cocaleros de los Yungas o del Comité Cívico de Santa Cruz para un censo creíble, no son sino episodios de un proceso de tensión, entre la democracia y el totalitarismo delincuencial; pugna que tuvo uno de sus momentos cumbres en octubre del 2019, cuando el entonces dictador masista de turno se vio rebasado por la movilización democrática nacional. En segundo término, puede concluirse también, que tanto el MAS como su base social, principalmente campesina, como portadores de una cultura política autoritaria, han demostrado no ser aptos para posibilitar consensos democráticos, de alcance nacional.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo