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Opinión

El G7 y la fiscalización global

30 de Junio, 2021
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OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER

La fiscalización global a las grandes empresas tecnológicas (Google, Facebook, Amazon, entre las principales) propuesta por los países que conforman el Grupo de los siete (G7) -Estados Unidos (EEUU), Canadá, Francia, Japón, Alemania, Italia y Reino Unido- el pasado 5 de junio en Londres, en último término replantea, the fact, la controversia entre lo público y lo privado. El contenido de la propuesta y la relación tributaria entre los Estados y esas empresas, encierran los fundamentos de la controversia. Por tanto, más allá del hecho que fueron los siete países capitalistas más poderosos quienes formularon la propuesta y establecieron el porcentaje de la tributación o incluso más allá de la urgencia coyuntural de los países por hacer posible la fiscalización, lo destacable es la tensión teórica entre lo público y lo privado que nuevamente se plantea. Tratemos, pues, de acercarnos a los fundamentos de la controversia por medio de dos momentos reflexivos.

Afirmar que la propuesta de fiscalización reposiciona el rol del Estado en el ordenamiento global conlleva una visión sobre los agentes directamente involucrados: el Estado y las grandes empresas. Vale decir que hay, en ella, un supuesto teórico respecto a la relación entre ambos y, en términos de mayor generalidad, entre lo público (expresado en el Estado) y lo privado. En el caso que observamos, el cobrador del impuesto propuesto será el Estado, o sea lo público, políticamente organizado, y el tributante -es decir lo privado-, las mencionadas grandes empresas. El contenido de la propuesta del G7 puede leerse también en esta perspectiva y ello queda ilustrado por la síntesis del planteamiento, cuando preguntamos quiénes tributarán, dónde lo harán y cuánto. Quiénes, dijimos, serán las grandes empresas en lo principal tecnológicas y dónde, en los países donde operen y no donde radiquen, como en la actualidad, ya que suelen hacerlo en países calificados como paraísos fiscales. 

Uno de los puntos de discusión (según informara la prensa) giró alrededor del “cuánto”; 28% que esperaba EEUU, 21% que también fue planteado o 15%, aprobado finalmente. Las primeras críticas al acuerdo del G7 se referían al porcentaje, ya que éste sería apenas un 2.5% superior a lo que esas mismas empresas ya pagan en paraísos fiscales como Suiza o Irlanda; además restaría posibilidades de mayores ingresos a los Estados, si se cobrara 21% de impuestos. Para otros, desde una postura de mayor crítica aún, en realidad habrían sido las grandes empresas las que, por medio del G7, viabilizaron la propuesta, a fin de facilitar la transición de las mismas, en el actual período de reordenamiento mundial, en medio de un previsible muy próximo contexto de alta conflictividad, a raíz de la crisis económico y alimentaria acelerada por la pandemia del coronavirus.

Aun siendo importante la discusión respecto a los porcentajes, no puede ignorarse la anotada temática de fondo, porque ella engloba tanto a la actual situación de tributación de las grandes empresas, como a los Estados. La crítica extrema que considera al G7 viabilizando una propuesta de las grandes empresas, sobrentiende a esos Estados en tanto instrumentos de aquellas empresas. Tal “lectura” (para llamar de alguna manera a esos criterios simplistas) se asienta en una interpretación vulgar del marxismo que se encuentra, por cierto, bastante alejada del propio Marx.

Marx enfatizaba el carácter instrumental del Estado como un fenómeno a observarse principalmente en los inicios del capitalismo industrial. Tal es así que en el tomo III de El Capital, reflexionando sobre la ganancia y el interés empresarial y la manera en que éstas se posibilitan por medio del campo político, insinuará, retomando a Aristóteles, la existencia de grados de independencia del Estado, respecto a los empresarios. Otro pensador marxista, Antonio Gramsci, profundizará la reflexión respecto a la independencia de lo político, como espacio diferente al de la economía, cuestionando así la idea de la correspondencia mecánica entre la economía y el Estado. Es cierto, también, que otra corriente dentro del pensamiento marxista -la llamada escuela lógica del capital- insistirá en la estrecha relación que guarda la economía y el tipo de Estado al que da lugar, argumentando que la autonomía relativa del Estado (o un Estado organizado en base a la división e independencia de poderes, en la teoría liberal) se presenta allá donde el Estado ha podido, de manera exitosa, metamorfosear el excedente económico -con lo que se llegará, luego, a la idea que la autonomía del Estado será la característica de los países de mayor captación de plusvalía, i. e., de los países capitalistas más desarrollados. A su turno, René Zavaleta mostrará que la independencia del Estado no existe ni siquiera en los países más desarrollados; lo afirmará apoyado en el ejemplo de Watergate, en los EEUU, durante la presidencia de Richard Nixon.

Sin embargo de ello, es claro que el carácter instrumental o no del Estado no se refiere a un principio normativo sino a la descripción de una situación fáctica, histórica. Todos los Estados soberanos, a lo largo de su historia, han sido diseñados, unas veces, por sus clases dirigentes bajo una concepción instrumental (como en EEUU, con Trump o Venezuela con Chávez/Maduro) y otras bajo una concepción democrática, asentada en la división e independencia de poderes. En cada caso, es la articulación interna de esas sociedades, bajo principios democráticos o bajo principios no democráticos, la que en nuestro tiempo define, en último término, cuál de los diseños predominará.

Por lo demás, resulta evidente que durante las últimas cuatro décadas al menos, la evolución del capital ha impulsado de manera notoria la revolución tecnológica digital, creando nuevas ramas industriales. Éstas, rápidamente se han convertido en entidades empresariales superbillionarias. Tales empresas, sin embargo, en parte gracias a los avances tecnológicos de la cibernética y en parte a la complacencia de muchísimos gobiernos, aunque operan de manera global no se encuentran fiscalizadas por ningún Estado; esto quiere decir, desde el punto de vista del capital, que éste ha adquirido grandes grados de independencia con respecto a los Estados nacionales donde se asiente o donde opera. Son empresas que, en buenas cuentas, no tributan en ninguna parte, pero suelen beneficiarse de coberturas y préstamos estatales. Uno de los resultados de este procedimiento, será que ninguna fracción de la plusvalía que captan a nivel global llega a ser metamorfoseada por  Estado alguno. El poder que estas empresas y sus ramificaciones han adquirido es tan grande que, por ejemplo, les ha permitido burlar las normativas de la Organización Mundial del Comercio (organismo que no representa sino los acuerdos entre Estados en materia comercial), para desarrollar sus propias relaciones comerciales por medio de Estados débiles. La denominada Alianza del Pacífico (de la que forman parte Colombia, Perú y Chile, además de México del “izquierdista” gobierno de López Obrador -¿!) es un resultado supranacional de ello. Así, no puede desconocerse el peso de este tipo de tratados en el espíritu que motivó al ultraconservador presidente colombiano Iván Duque, a decretar una reforma tributaria agresiva para con su propia población y que, para lo único que sirvió fue para reactivar las protestas del descontento social en ese país.

Al inicio de estas líneas decíamos que la propuesta de fiscalización global del G7 replanteaba, en el fondo, el debate en torno a la relación entre lo público y lo privado. Ello, dicho para una apreciación general de la temática, porque en lo específico es evidente que la medida tendrá mayores consecuencias beneficiosas para unos Estados y menores para otros. Este resultado no solamente es consecuencia de la diferente dimensión entre países sino, en lo principal, de la mayor o menor expansión que en cada país pudo alcanzar la revolución cibernética y digital, para involucrarse en la dinámica de los mercados y las economías locales. Este elemento (el del grado de involucramiento) deviene en un indicador del nivel alcanzado por la presencia de las empresas hoy llamadas a tributar. Claro que esta consecuencia tendrá, en lo inmediato mayor impacto que en el futuro, porque es de prever que a la larga la revolución cibernética obligará a todas las economías a operar, también, por medio de las nuevas tecnologías.

Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo

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