En Bolivia se suele utilizar la expresión de que alguien es “un animal político”, no siempre en el sentido aristotélico de esa expresión.
Para Aristóteles, el hombre es un animal político por su carácter sociable, su capacidad de vivir en grupo y relacionarse con sus semejantes. Esta capacidad es común a la de otros animales. El hombre posee, sin embargo, la particularidad de discernir en ese transcurso entre el bien y el mal, lo correcto y lo inadecuado.
En este proceso de sociabilización el hombre puede igualmente comportarse como bruto. Puede ser, también, manipulador, tortuoso, solapado y detestable. Es esa ambivalencia la que nos define como humanos. De no ser así –siguiendo siempre a Aristóteles–, seriamos bestias o dioses.
En nuestro medio se suele decir de alguien que es un “animal político” refiriéndose no a las virtudes de esa definición, sino a sus indignidades. Quizás porque la política no es entendida como servicio público, sino como una avivada administrativa. “Animal político” es así quien tiene altamente desarrollado el instinto de sobrevivencia en el medio hostil del asunto público. Esa caracterización tiene mayor relieve cuando se refiere a alguien cuya extracción lo ubica en un conglomerado en el que históricamente se puso en duda sus capacidades humanas.
Una de las características de la colonización es que pone en cuestionamiento la naturaleza humana del colonizado. Esa fue la esencia, por ejemplo, del debate entre Sepúlveda y Las Casas, a mediados del siglo XVI. El colonizador, el opresor, pone siempre en cuestionamiento la humanidad del sojuzgado.
La irrupción del indio en el acontecer político nacional fue siempre soslayada. Quienes disponen del control del Estado y de los mecanismos sociales, destierran de ese ámbito lo que les es embarazoso. El indio fue siempre el intruso incómodo. Situación paradojal, pues intruso es aquel que se introduce en un lugar o ámbito sin derecho o autorización. Intruso resulta, pues, el dueño de casa y no el usurpador venido de allende.
En los años 80, cuando irrumpieron el indianismo y el katarismo, le era más incómodo al etablissement político criollo el primero que el segundo. El vacío político hacia aquel fue, en consecuencia, más notorio. Contemporáneamente sucedió lo mismo, esta vez concentrado en dos figuras: Felipe Quispe y Evo Morales.
Evo fue vanagloriado y encumbrado. ¡El mundo político criollo había encontrado su animal político! No importaba que la definición de ese animal contradijera la tipología que el mismo mundillo criollo utilizaba para presentar al indio como “reserva moral de la humanidad”.
Pasado los años, ese animal político en su pleito al interior de su mismo partido con el actual presidente de Bolivia, Luis Arce, sigue despertando admiración y adhesión en el mundillo criollo que gracias a él pudo disfrutar en su momento las mieles del poder, algo que le era hasta entonces esquivo. Sintomáticamente su rival, Luis Arce, goza de la adulación y lisonja de los movimientos sociales, que en esencia y composición son populares e indígenas.
Curiosa situación: un indio en desgracia mimado principalmente por los q’aras y un criollo empoderado servido por los indios de siempre… Situación que durará, seguramente, mientras más indios hagan experiencia de la práctica política, de tal manera que por el dominio de lo común –y no por la vigencia de supuestas diferencias culturales– los futuros animales políticos tengan más de esto que de aquello.
El autor es historiador y analista político