“Pachamama no los perdones, porque saben lo que hacen”, reza un incisivo grafiti. Y en esa frase se resume lo que el planeta Tierra vive y soporta por la acción del ser humano. En agosto, mes de la madre tierra, cabe hacer un recuento de lo mucho que ella sufre.
Si bien la cosmovisión entendida como la relación con el mundo natural y social es particular y difiere de cultura a cultura, resulta interesante traer a la memoria la perspectiva singular de entender el mundo que tenían los antiguos griegos, que relacionaban el micro y el macrocosmos.
El antropólogo Philippe Descola explica eso señalando que cada parte del cuerpo —microcosmos— se encontraba relacionada con el aire, el fuego, la tierra, determinado planeta, por lo que desde esa perspectiva se hallaban conectados el cuerpo humano y los distintos elementos del mundo. Si determinada parte del cuerpo se enfermaba, la razón residía en que algo no funcionaba bien en alguna parte del mundo. Siguiendo esta forma de aprehender el universo, podemos suponer que nuestro organismo se halla alicaído, doliente, y desmejorado, porque la Tierra se ve cada vez más abatida. Su mal podría ser diagnosticado como cambio climático.
Desde el ciclón Idai de 2019 que asoló la India, Pakistán y Europa, cobró la vida de mil personas y tuvo consecuencias devastadoras para millones de habitantes que se quedaron sin alimentos ni acceso a servicios básicos, pasando por las inundaciones consecutivas en el sudeste asiático, hasta los incendios en la Amazonía en 2019 y el de Australia en 2020 —que fueron de los peores jamás registrados— estamos siendo testigos de un nivel de destrucción aterrador, provocado por el calentamiento global.
Y es que cuando la Tierra estornuda, algo extremo se avecina: huracanes, incendios, potentes tormentas y precipitaciones con inundaciones, fuertes vientos y sequías. En suma, las pruebas son sobrecogedoras y las consecuencias devastadoras y nos muestran que nos estamos jugando la vida y la del planeta mismo.
Los meteorólogos explican que las tendencias en estos últimos años son los extremos. Si bien cada vez llueve menos, cuando hay eventos de precipitación, estos son intensos. Lo que los fenómenos de El Niño y La Niña ocasionan en una región, a otra le producen el efecto contrario. Por ejemplo, durante la última década, en Chile o los Andes peruanos llovió por debajo de lo normal. En cambio, en el centro de México, Costa Rica, Panamá, Colombia y Guayana llovió por encima del estándar, ocasionando inundaciones y deslizamientos de tierra con pérdidas de viviendas, fallecidos y desplazados.
Otra consecuencia de los fenómenos climáticos es que cada año será más cálido que otro. Esto tiene que ver con los incendios que calcinaron millones de hectáreas, arrasando con comunidades enteras. Murieron incontables animales salvajes y algunas especies y ecosistemas jamás se recuperarán. Un estudio señala que en Canadá y EEUU se registraron temperaturas superiores a los 40 grados Celsius en parques que estaban destinados a la práctica de esquí. Asimismo, el calentamiento de las aguas alimentó una temporada de huracanes intensa en 2021.
La deforestación en la selva amazónica se duplicó en los últimos años. Científicos sostienen que en este ecosistema pesa un análisis delicado que es el del punto de no retorno. A la manera de una espiral, la deforestación genera más gases de efecto invernadero, aumenta la temperatura, sube el nivel del mar y se derriten los glaciares. Las megasequías impactan a la región con perjuicios para las cosechas y, por tanto, afectación a la seguridad alimenticia. El deshielo de los glaciares representa la perdida de una importante fuente de agua dulce que actualmente se destina al uso doméstico, riego y generación de energía hidroeléctrica…
Y así, podríamos seguir enumerando los síntomas de los que sufre nuestro planeta. En suma, estamos en una carrera contrarreloj y es hora de actuar, porque ya sabemos que cuando la Tierra estornuda, algo grave se avecina.
La autora es socióloga y antropóloga