Los datos que se refieren a la pandemia del coronavirus (covid-19), especificando el número de muertes causadas y el número de personas infectadas, son apenas una apoyadura para acercarnos a la descripción del estado de la enfermedad. En verdad esas cifras, así como las referidas a las inyecciones aplicadas, no revelan la consistencia de las políticas de contención de la pandemia, ni menos el estado de la evolución en el que se encuentra la expansión de la enfermedad. Lo cierto es que transitamos por medio de esta prolongada noche, con pocas perspectivas de avanzar sobre terreno seguro.
El diseño de las políticas de contención, bajo supuestos metodológicos tradicionales, explica en gran medida la incapacidad para enfrentar con éxito la situación. Con abstracción de las particularidades regionales (Europa, Norteamérica, Latinoamérica, Asia, África, etc.), en todos los casos la estrategia se encuentra fundada en la separación entre los problemas de salud y los problemas económicos. Sobre esa opción metodológica común se expresan, recién, las particularidades regionales. Solamente bajo estas consideraciones adquiere sentido el seguimiento al estado del covid-19 y al proceso de vacunación, para controlar al virus.
En lo que respecta a nuestra región comencemos diciendo que la propia precisión del estado actual de la enfermedad se encuentra dificultada, por la poca fiabilidad que los datos oficiales ofrecen. En América Latina son al menos dos razones adicionales que contribuyen a esta situación: las habituales menudas disputas políticas y la histórica debilidad institucional. Con más o menos diferencias entre estos países, esas dos razones han estado presente a lo largo de la evolución de la pandemia, ahondando los efectos negativos de la dejadez de las políticas de contención.
El cálculo político, en realidad, ha estado presente en esta ocasión en todo el globo y ha subordinado, consiguientemente, a los criterios científicos. En unos casos ello ha sido de forma indisimulada, como en los países bajo gobiernos totalitarios (China y Rusia son los mejores ejemplos), en otros por la dinámica de las disputas políticas (Estados Unidos -EEUU- y la gran mayoría de los países latinoamericanos lo ejemplifican) y en el resto, finalmente, por la naturaleza misma del sistema de gobierno. Incluso en casos excepcionales, como Uruguay, en los que los esfuerzos por seguir las directrices de los equipos científicos fueron sostenidos, debido a la presión económica y a realidades vecinas (Brasil) de contagio extremo, tuvieron, los criterios científicos, que ceder espacio a los criterios políticos.
A su vez, la tradicional debilidad institucional en Latinoamérica ha aportado lo suyo para facilitar la expansión descontrolada de la enfermedad. Puede señalarse que este elemento negativo actuó desde la llegada misma del virus a la región: sistemas sanitarios deficientes, tupida maraña burocrática, imposibilidad para garantizar el rastreo y seguimiento institucional a los casos sospechosos, etc., etc., sin hablar ya de la corrupción -signo global durante esta crisis sanitaria. Así las cosas, no únicamente se dificultaron las tareas de contención a la enfermedad, sino incluso el propio seguimiento a la evolución de la pandemia, en la base misma del problema; el virus y sus transformaciones.
El proceso de vacunación, a nivel global, se encuentra dos pasos detrás del ritmo de expansión de la pandemia. Tanto el retraso en los cronogramas establecidos para la vacunación, como el seguimiento a las novedosas reacciones que las vacunas provocan (lo cual forma parte del proceso científico en curso), contribuyeron para ese retraso. Por tanto, también desde el punto de vista “técnico” del problema de salud, en la batalla contra el covid-19, la balanza no se inclina a favor de las sociedades.
En la mayoría de los casos, problemas logísticos (internacionales y locales) han contribuido para el incumplimiento de las metas de cobertura previstas. Se trata de problemas que incluso afectaron a los países que tomaron la previsión de anticipar la compra de vacunas, cuando aún éstas se encontraban en la segunda fase de su elaboración. A esta primera imprevista dificultad (la logística) debe añadirse la provocada por las reacciones causadas por las vacunas. Aunque se entiende que, en este caso, se trata de un factor contemplado en el proceso global de seguimiento, observación y estudio de la vacunación, no puede menos valorarse el tiempo que esta inevitable fase de toda investigación científica consume, en el contexto global de la expansión de la enfermedad gracias a los diferentes rebrotes.
Pero lo verdaderamente preocupante del desarrollo de la pandemia se encuentra en la mutación del virus. De las tres mutaciones (la británica, la sudafricana y la brasileña) hasta ahora conocidas, los expertos formulan algunas interesantes precisiones. Se constata que la agresividad del virus ha aumentado en términos del contagio a una población cada vez de menor edad. También concuerdan que de las tres mutaciones la del Brasil presenta la mayor agresividad. Por último, coinciden en señalar la alta posibilidad que las vacunas, que hoy por hoy se aplican, no sean eficientes para contener a esa nueva versión del virus. Así, el esfuerzo de científicos y equipos sanitarios, a pesar de los hasta ahora modestos logros en la lucha contra la enfermedad, corre el riesgo de minimizarse aún más.
Todo esto muestra a los seres humanos caminando en dos realidades paralelas: la impuesta por la emergencia sanitaria y la mantenida por la fuerza de la costumbre. Resulta en verdad llamativa la incapacidad demostrada para unirlas y vivir en la nueva realidad impuesta por el virus. La irresponsabilidad que fomenta la persistencia de la ilusión de vivir en dos realidades paralelas es general, tanto de los gobernantes como de los gobernados. No se trata sólo de que las sociedades sean víctimas de administradores (muy parecidos a los tres chiflados, en la mayoría de los casos) de las instituciones de gobierno ya que, como se observa a diario en todas las latitudes del globo, son las mayorías sociales quienes burlan las mínimas medidas de seguridad sanitaria, con la complacencia cómplice de las “autoridades”.
El desborde de la pandemia -o su descontrol abierto, como en Brasil- es la consecuencia última de todo ello. Ya con anterioridad, el arrinconamiento de facto a los equipos científicos fue uno de los primeros síntomas de la poca responsabilidad con la que se asumía el problema. Claro que tras ello subyacen razones de tercer orden, como son las pequeñas disputas referidas al poder político y al control de la economía; disputas que, en definitiva, contribuyeron a la pérdida de gobernanza, para manejar la situación. En el plano internacional, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha perdido notoriamente credibilidad y en el plano local, la mayoría de las veces, las decisiones que asumen las instituciones gubernamentales se asemejan a carreras desesperadas, tratando de dar alcance a los acontecimientos. Por ello, a corto plazo, la contención de la enfermedad resulta misión imposible.
Las perspectivas, pues, no son muy halagadoras. La enfermedad tiende a recrudecer, obligando a varios gobiernos nuevamente a limitar la circulación humana. La cuarentena y el cierre de fronteras, como medidas de emergencia, vuelven a adoptarse y son el testimonio del estado de desesperación. Con todo, lo menos que puede esperarse de los gobiernos y las sociedades, es el cumplimiento de las básicas medidas de seguridad sanitaria, como son el distanciamiento físico y la prohibición de aglomeraciones humanas. Pero incluso estas elementales medidas parecen muy difíciles de cumplirse, en medio del relajamiento social y la falta de voluntad de los gobiernos, para hacer cumplir tales medidas. De todas maneras, aún en el mejor de los casos en los que pudieran ser cumplidas, nos encontraríamos en una situación igual a cuando estalló la pandemia; salvo, claro, por la experiencia adquirida. Experiencia que nos debería permitir discernir qué es lo que no debe hacerse, para enfrentar a la pandemia.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo