La crisis colombiana, a raíz de las protestas sociales iniciadas el pasado 28 de abril, muestra, en lo social, las profundas desigualdades que caracterizan a esa sociedad y en lo político, las grandes dificultades para consolidar el sistema democrático como un mecanismo de mediación entre el Estado y la sociedad. Destaca, en esta crisis, su dimensión nacional, así como la prolongación en el tiempo que ya tiene la protesta. Este volumen ha descubierto a la democracia como un sistema poco capacitado para procesar las demandas sociales. Por tanto, la presente crisis constituye un punto nodal en la historia política de Colombia.
Pensemos, pues, esta crisis, en los dos componentes que hemos apuntado: la protesta social y el sistema democrático. Como adelantáramos, ambos elementos componen la crisis, por lo que su separación solamente tiene validez para fines de exposición.
La protesta social colombiana devela, inicialmente, a una sociedad profundamente inconforme, dada la no atención, históricamente, a sus demandas. Aunque el detonante inmediato fue el rechazo a la reforma tributaria impuesta por el presidente Iván Duque, rápidamente han adquirido importancia demandas provenientes de protestas pasadas. No es para menos. La reforma tributaria de Duque ha provocado el estallido social, porque, en buenas cuentas, pretendía agredir a los sectores sociales más afectados por la crisis económica y sanitaria, motivada por la pandemia del coronavirus (covid-19).
Esa manera de enfrentar una crisis es habitual en los sectores de terratenientes y de grandes empresarios, representados por Iván Duque. También en esta oportunidad el gobierno buscaba incrementar la carga tributaria a la clase media, para no afectar a los sectores privilegiados, en particular al financiero. Según analistas, este sector pagó el pasado año el 1,9% de impuestos sobre sus utilidades; que ascendieron a 32 mil millones de $us. Con la reforma tributaria, Duque pretendía, además, cobrar el impuesto al valor agregado (IVA) por los servicios básicos, es decir por la luz y el agua. De hecho, de acuerdo a los analistas, el 73% de la recaudación por impuestos proviene de personas naturales y el resto de las empresas. Todo ello, sin contar la proyección de un impuesto adicional a quienes percibieran un sueldo mensual mayor a 663.- $us.
Se trataba, a todas luces, de una agresión y por ello de nada sirvió que el gobierno retirara, ante la firmeza de la protesta, la reforma tributaria. La vana esperanza de pacificar, con ello, al país, simplemente se esfumó en el aire. Es que la provocación no fue sino un incentivo para despertar, en la sociedad, el recuerdo de demandas pendientes y contenidas ya en la protesta nacional de noviembre del 2019. Desde este punto de vista hay una continuidad en la protesta social; continuidad alimentada por la no atención a sus demandas. Se trata, a la vez, de demandas que, en una sociedad caracterizada por la extrema desigualdad (según el Banco Mundial, Colombia es el segundo país, después de Brasil, más desigual en América Latina y el séptimo en el mundo), rebasa los pedidos económicos y abarca, también, exigencias democráticas.
Este punto muestra la insuficiencia de la democracia. En efecto, históricamente la presión antidemocrática ha dado lugar a una débil institucionalidad democrática. De esta manera la desatención a las demandas de la sociedad no únicamente se debe a la falta de voluntad política del gobierno, ya que refleja las limitaciones de la propia estructura estatal para responder a dichas demandas. Por tanto, los obstáculos (la falta de voluntad política de los sectores gobernantes y una institucionalidad democrática estatal inmadura) para buscar soluciones democráticas a la crisis han sido conformados a lo largo del tiempo y no se circunscriben a las incapacidades de los gobiernos de turno; lo cual, por supuesto, no les exime de responsabilidades.
La guerra civil, entre liberales y conservadores, de 1948 ha dejado algo más que 200 mil muertos. Ha legado al país una herencia cuya sombre sigue presente hoy en día. Una de las manifestaciones de esta herencia es la no superación de una estructura social y económica que hace de Colombia algo así como el paradigma de la desigualdad. No resulta extraño que esa situación hubiera dado lugar al surgimiento de movimientos guerrilleros -los más antiguos del continente-, al narcotráfico y al paramilitarismo. En síntesis, se ha heredado una visión militar, en torno a la cual se ha formado una sociedad sumamente violenta.
A los sucesivos gobiernos (que es como decir, a los gobiernos de terratenientes y grandes empresarios), después de la guerra civil, no les ha interesado proyecto político alguno de justicia y democratización social. A esos grupos gobernantes toda exigencia para la redistribución de la riqueza, con sentido de equidad, simplemente les suena a “comunismo”. Al contrario, se ha incrementado la privatización de los servicios sociales, al punto tal que el estallido de la pandemia del covid-19 encontró a Colombia con un sistema de salud privatizado e incapaz de atender la avalancha social que produjo la enfermedad. Así, con el correr de los años, la brecha entre ricos y pobres se ha ampliado de forma considerable. Para contener los brotes del descontento social y enfrentar a la guerrilla y el narcotráfico, aquellos gobiernos han optado por militarizar a la policía, tornándola incapaz para controlar protestas ciudadanas sin recurrir a la visión militar, que considera a sus descontentos patriotas como verdaderos enemigos.
Consecuente con esta línea, Duque se opuso, mucho antes de asumir la presidencia, a los acuerdos de paz firmados el 2016 con la guerrilla y encabezó campañas en contra de tal acuerdo. Tampoco le interesó, luego, atender las demandas sociales exigidas mediante un paro nacional, en noviembre del 2019, y más tarde archivó el pliego de peticiones presentado por el Comité Nacional del paro en junio del pasado año. No satisfecho por estos manotazos, minimizó la reorganización de la disidencia de la guerrilla que, a la cabeza de Iván Márquez (jefe de la guerrilla, en la mesa de negociaciones en La Habana) anunciaba retomar las armas. Antes de atender los motivos que Márquez esgrimía para dar la espalda a los acuerdos -precisamente el incumplimiento, por parte del Estado, de lo acordado- y en el extravío absoluto de su delirio, calificó a la disidencia como un puñado de delincuentes. El resultado de todo ello es que, en lo que va el presente año, según organismos defensoras de los derechos humanos, se han producido al menos 35 masacres (no visibilizadas por la prensa convencional), mientras han continuado los asesinatos a dirigentes sociales.
Una de las demandas de las actuales protestas busca crear las condiciones para vivir en un país pacífico, retomando y garantizando el cumplimiento de los acuerdos de paz. También busca la reforma de la policía; institución convertida, hoy por hoy, en una de las principales amenazas a la vida de los ciudadanos. En el transcurso de la actual protesta han sido asesinadas por la policía medio centenar de ciudadanos; otros cientos han desaparecido en sus manos, sin que se conozca hasta hoy su paradero.
Así las cosas, es evidente que el sistema democrático colombiano no tiene la capacidad para procesar las demandas sociales. Como si esta situación fuera un juego de niños, Iván Duque apuesta al cansancio de la población movilizada, a la negociación sectorial y a la represión. Anuncia reunirse con la dirigencia del Comité Nacional del Paro solamente para extender una cortina de humo, porque acto seguido organiza encuentros con sectores no involucrados en la protesta, para simular una apertura al diálogo. Todo ello, mientras el país se aproxima a las elecciones nacionales, que deberán cumplirse a principios del año próximo.
El que la desatención a los pedidos de la protesta tenga, por tanto, el menudo cálculo electoral como una de sus razones explicativas, no hace más que acentuar el contenido antidemocrático del sistema “democrático” colombiano. Alienta por otro lado, finalmente, a que grupos delincuenciales autodenominados de “izquierda” pretendan hacerse del gobierno, con lo cual la antidemocracia, en Colombia, habrá cambiado su versión conservadora por una de “izquierda”. En este cuadro, no es de extrañar, por ejemplo, una suerte de similitud entre Iván Duque y Nicolás Maduro porque, en América Latina, la derecha elitista es del todo funcional a la “izquierda” delincuencial, ya que cada uno se beneficia con la presencia del otro, a fin de legitimar sus respectivos ensayos antidemocráticos.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo