La movilización democrática nacional última (de principios hasta mediados de noviembre) abrió una coyuntura larga, en la defensa ciudadana de la democracia. Esta suerte de primer movimiento de un nuevo proceso histórico desnudó, de manera colateral y en forma instantánea, lo que el gobernante Movimiento al Socialismo (MAS) pretendía ocultar a los ojos de la opinión pública; entre otras, la subordinación del tribunal “supremo” electoral (TSE) a sus órdenes. Además ratificó el control absoluto sobre el tribunal “constitucional” plurinacional (TCP), sin hablar ya de la burda jugarreta para dominar todos los factores que, en el 2019, posibilitaron la exitosa defensa ciudadana de la democracia.
De ahí que la movilización repusiera de inmediato tanto los términos de la lucha democrática de octubre del 2019, como el estado socio político nacional de entonces. En términos generales, el estado de la cuestión democrática en Bolivia puede valorarse, observando el antes y el después de la última huelga. Para fines de la reflexión inscribamos en el interior de ambas referencias temporales alguno de los supuestos, referidos tanto a la defensa ciudadana de la democracia, como al proyecto totalitario del MAS.
Hasta antes de la movilización, las expresiones más antidemocráticas del partido de gobierno se mantenían alejadas del foco de atención de la opinión pública. Ello, aunque la desinstitucionalización estatal, la división de la sociedad entre totalitarios y demócratas o la persecución política eran hechos conocidos, terminaron gravitando, como nuevos puntos de interés, en el ánimo de la población democrática, para respaldar y sostener la movilización. Después de ella, esos hechos se profundizaron, mostrando así la desesperación del MAS. En lo institucional, con la renuncia de la única vocal del TSE con vocación democrática, quedó evidenciado que este órgano devino en simple instrumento electoral masista; también quedó en evidencia el indisimulado servilismo del TCP hacia el gobierno y por último, se agudizó la persecución política, concentrándose en opositores políticos, cívicos y sindicales no pertenecientes a los sindicatos del oficialismo.
La inclinación totalitaria de una parte de este país tiene, ciertamente, sus fundamentos, los cuales sirvieron para que el MAS ensayara la implementación de un proyecto totalitario delincuencial. Sostenemos que en teoría política, la denominación “proyecto totalitario delincuencial” resulta tautológico. Todo proyecto totalitario, al anular los controles y contrapesos institucionales, al amenazar el ejercicio de las libertades políticas persiguiendo a opositores, construye un esquema de poder apto para el arbitrio y la discrecionalidad (i. e., la corrupción) en el manejo de la cosa pública. El totalitarismo presupone y es ya, en sí mismo, un hecho corrupto porque, desde luego, nace corrompiendo las instituciones estatales. El fundamento teórico de este tipo de esquemas está dado, grandemente, por la concepción de una inédita “democracia” popular.
En correspondencia con ello tenemos a los portadores sociales de la concepción totalitaria de la democracia. En términos de conjuntos sociales destacan los campesinos, los trabajadores particularmente mineros y el lumpen urbano. Mientras que en los primeros la cultura política autoritaria y antidemocrática proviene de sus lejanas raíces indígenas, en los segundos es básicamente la concepción centralista de la democracia (el centralismo “democrático”, popularizado por los partidos comunistas de raíz estalinista) la que sustenta las inclinaciones antidemocráticas y en los últimos, con la ruptura del tejido social en sus círculos inmediatos, se rompió todo referente molecular, para una convivencia social dialogal. Complementan a estos grupos sociales los actores políticos institucionales, concentrados básicamente en la dirigencia partidaria y en la dirigencia sindical sujeta, vía prebenda, al gobierno. Ambas dirigencias expresan a las élites ascendentes, cuya característica está dada por la acumulación de capital, a través de la administración patrimonial del Estado.
La paradoja dice que la relación conflictiva entre totalitarismo y democracia, históricamente tendió a fortalecer las pulsiones democráticas, en la resolución de coyunturas críticas. Ello, claro, tiene que ver con la historia y el carácter de la formación social boliviana, pero también nos habla de las características de los fundamentos de la democracia. En comparación a los fundamentos de la democracia totalitaria, diríamos que los de la democracia liberal muestran mayor fortaleza teórica. El que el desarrollo teórico sea mayor no quiere decir que sea suficiente, para la sana convivencia de las sociedades modernas. El déficit democrático mostrado a nivel global abrió las puertas a los outsiders de izquierda y de derecha, lo cual no era sino la manera en que la población expresaba la falta de credibilidad en el establishment político. A ello, en sociedades abigarradas como la nuestra, deberá sumarse la incapacidad para amalgamar, en términos democráticos, culturas políticas diferentes.
Con todo, los portadores de la democracia exhiben, a diferencia de sus pares totalitarios, una mayor consistencia. Son las clases medias, por sus hábitos y formas de vida, las que expresan gran sensibilidad a intenciones totalitarias del poder; pero también es el mundo empresarial que lo hace; en este caso por su actividad económica, que se mueve en un universo de dependencia a relaciones múltiples. En torno a esta amplia base se irradia la convocatoria democrática al resto de la sociedad, y la articulación nacional resultante no es sino la consecuencia de las pulsiones de libertad individual, subyacente en las otras clases y sectores de clase.
En síntesis, hablamos de la ratificación y remarcación de las posiciones, en torno a la democracia, mostradas el 2019: por un lado la ciudadanía democrática y por otro, el totalitarismo del MAS y su base social. Decir que el último conflicto ha inaugurado una nueva fase en la disputa entre demócratas y totalitarios, es señalar que continúan las tendencias de polarización que ello supone; significa que la controversia puede escalar de manera preocupante. Probablemente ello ha llevado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a llamar a la concertación y el diálogo. Sin embargo, la CIDH (al igual que todos los organismos internacionales, en estos tiempos de pérdida de la gobernanza mundial) no tiene ninguna credibilidad entre la ciudadanía democrática. Su cantinflesca actuación, criticando al pueblo democrático por haber derrotado, el 2019, al proyecto totalitario delincuencial del MAS (¡?), ha tornado hoy su opinión en intrascendente. Se podría decir, en defensa de la CIDH, que ya no son los mismos integrantes de entonces y que el más entusiasta entre los testaferros de la izquierda delincuencial latinoamericana, el delegado del exgobierno de Lula del Brasil, ya no se encuentra en la comisión, pero el enorme daño causado a su credibilidad ya está hecho y, para asuntos políticos y democráticos la credibilidad lo es todo.
Para concluir volvamos al balance de la movilización. El éxito de ésta es innegable: la ley 1386 fue abrogada (posibilidad a la que los operadores del MAS, en el tribunal “constitucional” habían dado la espalda), se ha desnudado el manejo gubernamental, a control remoto, de la “justicia” y han quedado en evidencia los menudos trajines de la vergonzosa sumisión del tribunal “supremo” electoral, al gobierno. Pero, sin duda, la conquista más importante de la movilización fue la rápida asimilación, en la conciencia ciudadana, de la importancia que tiene la restitución de los 2/3 en el poder legislativo, para recuperar su funcionamiento democrático y frenar al totalitarismo. Precisamente esta demanda -la de los 2/3-, no cabe duda, será el eje de los próximos esfuerzos democráticos de la ciudadanía.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo