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Queridos lectores, hoy vengo a contarles sobre un milagro moderno, un acontecimiento que solo puede explicarse por intervención divina o por un error administrativo del universo: ¡un vuelo de Boliviana de Aviación (BOA) salió a tiempo, no tuvo que volver a cargar gasolina a mitad de camino y aterrizó sin incidentes!
La ovación al tocar tierra fue tan cerrada y emocionante que por un momento creí estar en la final del Mundial donde Bolivia jugaba. Pero lo más impactante no fue la puntualidad ni el aterrizaje impecable, sino el hecho de haber presenciado la mayor conversión religiosa espontánea en la historia de la aviación.
Nunca había visto tantos ateos arrepentidos en tan poco tiempo. Al despegar, todos muy racionales, creyentes solo en la ciencia y la aerodinámica. Pero bastó un par de turbulencias, leves, y el típico sonido misterioso del fuselaje, tan característico en BOA, para que en cuestión de segundos el avión se convirtiera en un templo ecuménico flotante. Uno rezaba en latín, otro prometía bautizarse, el del frente habla en lenguas nativas con los achachilas, el de atrás prometía volver con su ex y el de al lado juraba peregrinar descalzo hasta Copacabana para postrarse a los pies de mamita del lago.
Si alguna vez BOA decide abrir su propia iglesia, el primer mandamiento será: “No tomarás el combustible de BOA en vano”. Pero la gente no necesita una iglesia flotante y si no una empresa que funcione. Pues su pecado capital: ser un monopolio público.
La aerolínea estatal BOA domina todas las rutas nacionales y las salidas internacionales. Controla como el 80% del mercado local. Aquí operan Transporte Aéreo Militar – Empresa Pública (TAMEP), Ecojet y Transportes Aéreos Bolivianos (TAB). Actores marginales en el mercado.
No hay competencia, porque cualquier otra aerolínea que quisiera entrar al negocio se encuentra con un muro burocrático muy alto: Trámites interminables, altos costos, regulación restrictiva y, claro, la incómoda realidad de que los aeropuertos también son estatales y quien gestiona todo el sector aeronáutico es la Dirección General de Aeronáutica Civil (DGAC), otra repartición del Estado. Y para regular todo esto, tenemos a la Autoridad de Regulación y Fiscalización de Telecomunicaciones y Transportes (ATT) que—adivinen—también es estatal. En otras palabras, todo el sistema aeronáutico es controlado por el mismo grupo, algo así como si el árbitro de un partido de fútbol jugara también para uno de los equipos. Esto se complica más aun por la politización del sistema.
Ahora, con este panorama claro, vayamos al detalle de lo que está pasando en este “vuelo sin turbulencias”… pero con muchas fallas de mercado”.
Un monopolio es cuando un solo actor domina el mercado y no deja que otros compitan. En este caso, BOA no solo domina, sino que tiene la mayoría de las rutas nacionales bajo su control. Es un monopolio por estructura del mercado y por conducta monopolica.
Pero, ¿por qué hay monopolios en la aviación? Veamos los tipos que se aplican a este caso: Monopolio por barreras de entrada: Ingresar al mercado de las aerolíneas no es como abrir un puesto de salteñas. Se necesita una fortuna en aviones, permisos y certificaciones, además de acceso a los aeropuertos (que son estatales). Todo esto hace que cualquier intento de competencia sea más complicado.
Monopolio por regulación gubernamental: Aquí no es solo que BOA sea grande, sino que las reglas del juego están diseñadas para que siga siéndolo. Si otra aerolínea quisiera operar en rutas nacionales, necesitaría la aprobación del regulador estatal (que, recordemos, trabaja codo a codo con la aerolínea estatal y los aeropuertos estatales).
Monopolio natural en infraestructura: Los aeropuertos son como castillos medievales: solo hay uno en cada ciudad y están controlados por el Estado. Esto no es malo en sí mismo, porque mantener un aeropuerto es caro y tiene sentido que no haya competencia en cada esquina. Pero cuando la única aerolínea también es estatal, es como si el dueño del castillo decidiera quién puede entrar y quién no. Y sorpresa: solo entra BOA y unas pequeñitas.
En un mundo ideal, la ATT se encargaría de promover la competencia y velar por los pasajeros, asegurándose de que haya precios adecuados, buen servicio y seguridad. En la práctica, tenemos una situación donde el regulador es parte del mismo equipo que la aerolínea y los aeropuertos, así que su papel es más decorativo que efectivo.
Y aquí entramos en el problema de la falta de competencia y regulación real:
Precios altos: Cuando no hay competencia, la empresa puede cobrar lo que quiera. Si a BOA se le ocurre que un vuelo de una hora cuesta más de 1000 Bs, ¿quién va a decirle que no? La agencia reguladora podría, pero bueno, no se va a pelear con su primo. En mercados competitivos un vuelo de 60 minutos puede costar la mitad.
Servicio deficiente: Un mercado competitivo obliga a las empresas a mejorar su servicio porque los clientes pueden irse con la competencia. Aquí, en cambio, las quejas caen en saco roto. El vuelo se retrasa horas sin explicación, el equipaje se pierde más seguido que un paraguas en época de lluvias y, si algo sale mal, la compensación es mínima (o inexistente).
Seguridad en riesgo: Este es el punto más delicado. En las últimas semanas, ha habido incidentes preocupantes que han puesto en riesgo la seguridad de los pasajeros. En un mercado bien regulado, esto habría generado auditorías, sanciones y mejoras inmediatas. Pero aquí, la reacción ha sido más bien tibia, como si nada pasara.
El problema con un monopolio no es solo que cobra más caro o que ofrece un servicio deficiente. También genera fallas de mercado, es decir, problemas que afectan a la sociedad y que el mercado por sí solo no corrige. Aquí hay tres que explican por qué la situación está tan mal:
Externalidades negativas por contaminación. Información asimétrica: Los pasajeros no tienen información clara sobre tarifas, costos adicionales y seguridad. Mercados incompletos: En algunos lugares, simplemente no hay vuelos o son tan caros que la gente prefiere viajar por tierra, incluso si eso significa 20 horas de bus.
El problema no es que BOA exista. El problema es que no tiene competencia real ni supervisión y regulación efectiva. Para que el mercado de la aviación funcione mejor, se necesitan tres cosas: 1. Abrir espacio a la competencia: Permitir que otras aerolíneas puedan operar con reglas justas. Si una empresa quiere volar de La Paz a Santa Cruz, debería poder hacerlo sin trabas burocráticas diseñadas para que se rinda antes de empezar. 2. Fortalecer la regulación independiente: La ATT debería ser un ente autónomo y no una extensión del Estado que también controla la empresa. Un regulador independiente podría garantizar tarifas más justas, sancionaría fallas en el servicio y mejoraría la seguridad. 3. Garantizar aeropuertos eficientes: Como monopolios naturales, los aeropuertos deben ofrecer servicios de calidad a todas las aerolíneas, no solo a BOA.
En suma el pésimo servicio de transporte aéreo es el resultado de un monopolio sin control, una regulación ineficaz y un mercado que no tiene incentivos para mejorar. Ahora bien, tal vez BOA, manejada por bajo clero de la hermandad azul, está en la industria de la fe y la conversión rápida y nosotros no entendemos. Porque cuando uno viaja en BOA es ateo en el check-in, agnóstico en el despegue, devoto en la turbulencia, pastor en el aterrizaje. BOA no solo te lleva a tu destino, te acerca a tu dios.
El autor es economista
@GonzaloCHavezA